Emilia Moreno de la Vieja.
Los años 80 fueron una etapa de mucha agitación en este país, social y políticamente, pero también por razones económicas que hicieron salir a la calle a los trabajadores y trabajadoras.
Habíamos pasado de una crisis del petróleo nunca abordada en el tardofranquismo y, que se había enquistado, a una “reconversión industrial” impuesta por Europa que el agradecido Felipe González llevó a cabo sin que le temblara el pulso. La inflación se disparaba, los salarios no subían, los despidos y cierres de empresas eran el pan de cada día, y la gente estaba en la calle.
Eran momentos de gran agitación social y poca estabilidad política. Europa, las grandes entidades económicas, hacía tiempo que habían diseñado el futuro de nuestro país y volaban sobre nuestras cabezas como un buitre tratando de definir ese estado de sol y playa en el que se empeñan en convertirnos. Querían evitar confrontaciones violentas, pero no iban a permitir que la agitación entorpeciera sus objetivos.
Y para conseguirlo acudieron a lo que el investigador Antonio Méndez Rubio llama, FBI: Fascismo de Baja Intensidad. Las argucias y estrategias fueron muchas, algunas, en la mente de todo el mundo, como la introducción de la heroína, que destrozó una generación de jóvenes y aniquiló tejido familiar generando un inmenso dolor.
No podemos olvidar, porque es nuestra historia, toda la inquina con que se cubrió al movimiento libertario, difamación, montajes, encarcelamientos absurdos, asesinatos… están en el relato que del anarquismo de los años 80 se puede encontrar.
Pero también hubo políticas de zanahoria, de hacer pequeñas concesiones que facilitaban la vida de las personas y hacían que se desmovilizara su activismo. El franquismo ya lo puso en práctica, favoreciendo el acceso a la propiedad de una vivienda a quienes hasta entonces no habían tenido nada; y que ante la posibilidad de perder esas casas, esos pisos, se hicieron mucho más conservadoras.
El caramelo en esta ocasión vino en forma de tiendas, de bazares; cuando la inflación se disparaba, los salarios no subían, el poder adquisitivo de las personas se iba perdiendo a lo largo de la última década; justo en ese momento, comienzan a aparecer esas tiendas que dicen vender todo por 100 pesetas, ¡A 20 duros!
El pack era completo, quienes perdían sus empleos, invertían los finiquitos, que entonces aún eran cantidades dignas, en abrir unos negocios con los productos que de pronto aparecieron en los mismos locales de los polígonos en los que hasta hacía poco habían estado sus empresas, poniendo nuevamente en el mercado el dinero de sus despidos. Y quienes veían mermar cada vez más sus ingresos, encontraron un lugar donde comprar aquello que necesitaban como productos de limpieza, cosmética, menaje, de papelería, y hasta los juguetes de los reyes de las criaturas, por precios irrisorios, o al menos asequibles.
Y ya que estabas allí… y con lo barato que era todo, algún capricho caía: una figurita que parecía de porcelana, un juego de café completo como recambio de las tazas desparejadas del desayuno, un cinturón que daba el pego de los de marca que costaban un dineral……La era del consumo había llegado para quedarse, y para seguir avanzando hacia un consumismo cada vez más exacerbado.
Para que las calles dejaran de ser el espacio de reivindicación y lucha que fueron en los últimos años 70 y primeros 80 y se asentara ese sistema bipartidista en el que cada color cambiaba algunas cosas, pero nunca dejaba de avanzar en la implantación de un liberalismo feroz, sin duda pasaron muchas cosas, y no fue ajena a ello la inesperada recuperación de la capacidad adquisitiva, de una población que comenzaba a estar desencantada de la transición.
¿De dónde salió de la nada este modelo? ¿Quiénes estuvieron detrás y que perseguían? ¿Desde cuándo se estaba gestando? ¿Quién se enriqueció?
Que los sueldos no subieran, que cada vez fueran menos quienes disfrutaban de un empleo fijo y mayor el número de quienes encadenaban contratos temporales e incertidumbre, que las indemnizaciones por despidos fueran abaratándose, era más llevadero si había una tienda en la que podías comprarlo todo a 20 duros y estirar el sueldo, o el paro, hasta pensar que ganabas más. Y si todo iba bien, ¿para qué salir a la calle a reivindicar más salario o mejoras laborales? ¿Para qué preguntarse de dónde venían todos esos productos tan baratos?
Y conforme se abrían tiendas de todo a 100 en cada esquina, iban desapareciendo los negocios de toda la vida. Droguerías, papelerías, jugueterías, mercerías, tiendas de menaje y hogar, que en muchas ocasiones llevaban generaciones abiertas, pasando el negocio de padres a hijos –en aquella época imposible decirlo de otra manera, aunque quien hubiera regentado la tienda siempre hubiera sido una mujer- cerraban sus puertas una tras otra, casi sin hacer ruido, y sin que se les echara de menos. Hacía tiempo que, salvo un reducido grupo de leales, nadie cruzaba sus puertas, porque “todo estaba muy caro”.
Y un sinfín de pequeños comerciantes, autónomos, con un régimen de la Seguridad Social mucho más riguroso que el General, sin la fuerza y el respaldo de sindicatos, porque eran empresarios, ni de las emergentes clases medias por su insignificancia, pasaron a engrosar las listas del paro, reciclarse o resignarse a ver reducida su pensión anticipando su jubilación, quien tuviera esa opción.
El feroz capitalismo no se apiadó de este colectivo, y nadie pareció darse cuenta de que eran el último bastión de unos sueldos dignos, los suyos, pero también de los productos que vendían, que eran más caros que los ofrecidos en los bazares porque su manufactura provenía de nuestras fábricas y talleres, pagaban nuestros sueldos. El círculo se fue cerrando; y nuestra elección acabó provocando la pérdida de nuestros propios empleos estables, por no hablar de la capacidad para reivindicar sueldos y condiciones laborales dignas.
Ya en los 90, los establecimientos de todo a 100 pasan a ser “el chino” porque chinos emigrados son quienes están al frente de estos negocio, a los que se fueron añadiendo más productos: –ropa, muebles auxiliares, material de ferretería, productos de peluquería, pequeña electrónica…-
El cambio de nacionalidad al frente de los negocios provocó otra variación cuyo alcance, como venía pasando en todo este proceso, no paramos a valorar ni comprender hasta que no fue demasiado tarde: La migración china trajo consigo sus costumbres y sus horarios. Si antes solo podíamos intuir el grado de explotación de quienes fabricaban los productos que comprábamos a través del precio, a partir de ahora éramos testigos impasibles de la autoexplotación, cuando no directamente la explotación por mafias, de quienes nos vendían cualquier producto de primera necesidad. Los establecimientos estaban abiertos en horarios inverosímiles en una sociedad acostumbrada al comercio de 9 a 2 y de 5 a 8 de lunes a sábados.
A partir de entonces, en ese seguir a la zanahoria sin preguntarnos nada, descubrimos lo cómodo que era bajar a comprar cualquier cosa, en cualquier momento, ¡el chino siempre estaba abierto!, y no tardaron mucho en ofrecer parecidos horarios las denominadas “tiendas expres” de conocidas cadenas españolas, que establecieron contratos con nuevas condiciones entre quienes más necesidad y flexibilidad personal tenían, abriendo la vía de la doble tabla salarial.
Y mientras los artículos de uso habitual para el hogar fueron sustituidos y nos resignamos a la falta de calidad de las nuevas versiones y a tener que renovarlos periódicamente, en el ámbito de la moda, en todas sus vertientes convivían los productos “del chino” baratos y sin grandes aspiraciones, con los de marcas y tiendas de prestigio que ofrecían “calidad” a quien pudiera pagársela.
Sin embargo estas empresas, muchas de ellas propiedad de grandes corporaciones, no perdieron la oportunidad de conseguir sus productos a precios más bajos una vez que el negocio de producir en oriente y las redes de distribución hacia occidente se consolidaron, aunque continuaran manteniendo los precios que les hacía tener prestigio e incrementar sustancialmente sus beneficios; y así, un buen día comenzamos a darnos cuenta que en las etiquetas de las prendas de nuestras marcas locales –Zara, El Corte Inglés, Massimo Dutti… , aparecía “made in China, Hong Kong, Bangladesh…”
Y antes de que nos diéramos cuenta estábamos hablando de deslocalización; nuestra industria mantenía aquí sus oficinas, pero se llevaba la manufactura de los productos a países donde los salarios fueran más baratos y las condiciones laborales les beneficiaran más: automóviles a países del Este de Europa, el mueble y decoración, a través de empresas nórdicas a cualquier rincón donde se pudiera explotar sin que el tufo llegara a las sensibles narices escandinavas, y la moda a los mismo países asiáticos, de los que habían estado viniendo durante años las mercancías de los establecimientos popularmente llamados “El chino”. También hubo trabajo basura en condiciones de esclavitud para el Magreb y Latinoamérica, porque hasta los Call Center fueron llevados fuera de nuestras fronteras para conseguir abaratar los precios e incrementar los beneficios de aquellas empresas que, cada día más, eran una telaraña de corporaciones difíciles de seguir la pista, y cuyos capitales iban incrementando el porcentaje de participación extranjera .
La deslocalización provoca nuevas oleadas de pérdida de trabajos estables empujando a los nuevos lechos de empleo. Nos hemos convertido en un país de ladrillo y turismo, la construcción y el sector servicio, son el nuevo horizonte, trabajo precario, mal regulado y en la zona oscura de la normativa laboral, que durante estos años, y reforma tras reforma ha ido favoreciéndolo.
Terminando el siglo XX en los barrios continúan proliferando tiendas de “el chino” cada vez mayores y con más cantidad de oferta, cualquier cosa que se te pueda ocurrir la encontrarás allí, no demasiado buena, no siempre de las medidas o el color que necesitas, pero seguro que te sacará de un apuro. Para todo lo demás ya es difícil que tengas oferta en el barrio, las tiendas se concentran en centros comerciales, donde se han instalado, vayas donde vayas, las mismas cadenas que ofrecen los mismos productos y en muchas ocasiones tienen iguales escaparates y reclamos.
Centros comerciales diseñados para pasar el día en familia, donde puedes hacer la compra, adquirir cualquier cosa que necesites –o no- comer, y hasta atienden tus necesidades de ocio con multicines, boleras… no esperes nada muy culto, pero…
Centros comerciales que alargan sus horarios cada día un poco más, que añaden un festivo más para abrir sus puertas cada año, presionando sobre el personal, mucho muy joven, con primeros empleos y pocas opciones, o desempleada de larga duración que no tiene más remedio que ir acatando lo que se les ofrece.
Pero hay un colectivo de mujeres, dependientas de establecimientos de toda la vida con contratos estables, de mediana edad y cargas familiares que no pudieron asumir las nuevas condiciones que se les exigía, y se vieron obligadas a renunciar a sus puestos de trabajo, en el que fue uno de los mayores ertes encubiertos, tan encubierto que nadie se enteró, nueva ola de paro y precariedad impuesto por un sistema neoliberal cada vez más voraz al que en absoluto importan las personas y solo busca beneficios.
Igual deriva ha ido tomando la alimentación, en la que a lo largo de estos años hemos visto como hemos ido perdiendo la soberanía alimentaria como sociedad, resignándonos a que nos traigan de allende los mares productos ultraprocesados que por más que quieran disimularlo perjudican nuestra salud, cuando no nos envenenan directamente.
Podríamos hablar de subvenciones para el arranque de vides, naranjos, olivos, el sacrificio de ganado, o la paralización de explotaciones ganaderas; podríamos hablar de las elevadas tasas con que se recargan los certificados de productos ecológicos.
Pero sobre todo podríamos hablar de la dictadura de las grandes empresas, de supermercados que imponen precios a pérdidas a los pequeños productores para hacerse con sus negocios; que juegan con los precios de sus mercancías, bajándolas para conseguir arruinar la competencia y después subirlos e incrementar los beneficios e incidir políticamente; que dejan pudrir nuestros productos en el campo mientras los traen de países donde pueden conseguir mejores precios a costa de la explotación del personal y de la falta de medidas fitosanitarias; que nos ofrecen como alternativa barata productos ultraprocesados llenos de azúcares y grasas de las que desconocemos los efectos en nuestra salud, que…..
Y podríamos hablar como hemos pasado de pequeños negocios agrícolas, ganaderos, de elaboración de alimentos y comercio, con trabajos duros pero estables y dignos, a macroexplotaciones en las que las condiciones laborales vuelven a ser casi de esclavitud en el campo, y de precariedad e inestabilidad en las ciudades, en aras de ese beneficio que se ha convertido en el dios de nuestra sociedad, y en el que las personas son solo instrumento para alcanzarlos.
Cuarenta años después de la aparición de las primeras tiendas de todo a 100, nuestro modelo de consumo ha sufrido un cambio abismal, además de haber adquirido hábitos consumistas cada vez más exacerbados, hemos perdido totalmente el control sobre los productos que llegan a nuestras manos. Productos que en buena medida entran a través de enormes barcos y se almacenan para su distribución en naves industriales propiedad de multinacionales orientales y occidentales.
Cuarenta años en los que el neocapitalismo ha ido apropiándose de todos los recursos, dejando en la cuneta a quienes les estorbaban, que eran muchas, empujando a lechos laborales cada vez más deteriorados, si no directamente a la indigencia.
Cuarenta años en los que hemos sido poco conscientes del poder que nuestras decisiones han tenido en estos cambios, y el que podemos tener para revertirlos.
Son muchas las razones que nos empujan a seguir la línea trazada por el sistema, la dificultad de comprar producto local y de calidad con la precariedad en los talones, el que también se están ganando la vida quienes nos ofrecen mercancías importadas, que se es racista si no se acuden a determinados establecimientos…
Porque ¿no es racista comprar barato sin importarnos de donde viene aquello que compramos? ¿No lo es mirar para otro lado y no querer darnos cuenta de que lo que aquí consumimos es producto de la usurpación y la explotación de recursos de otros territorios, que expulsa a las personas que los habitan? ¿No lo es ignorar que cada prenda que nos ponemos es fruto de la explotación en condiciones de esclavitud?
Y es cierto que la precariedad y la pobreza se ha establecido en buena parte de la población y que en muchas ocasiones se ha de elegir entre pagar alquileres abusivos o comprar alimentos para la familia, pero sin duda la solución no pasa por ir a morir a los grandes negocios de la alimentación, depredadores y proveedores de comida basura, que ofrecen precios baratos para conseguir fidelidad, pero que juegan a subirlos y asfixiarnos cuando les interesa.
A l largo de estos 40 años muchas personas han ido instalando sus negocios basados en la autoexplotación y la de quienes producen las mercancías que nos venden. En la mayoría de las ocasiones son negocios pequeños, muy vulnerables, y que seguramente, los mismos buitres que ahora nos susurran al oído que se están buscando la vida y hemos de apoyarlos, los dejarán arruinar y expulsarán en cuanto tengan otra fuente de ingresos más rentable.
Pero terminar con la deriva autodestructiva del neocapitalismo conlleva romper con las inercias que el mercado nos impone, ser conscientes de que en un mundo que idolatra el dinero y los beneficios, nuestras acciones pueden tener más repercusión de la que nos quieren hacer creer, y que nuestra capacidad de decisión es mayor de la que muchas veces pensamos.
No se trata de expulsar a quienes han llegado a nuestro país y son nuestros vecinos y vecinas, se trata de integrarnos en una misma comunidad local. Si comenzamos a ser conscientes en nuestro consumo, descartar todo lo que no necesitamos, y apoyar a quienes producen en nuestro entorno de manera , respetuosa con los recursos y la salud de las personas, quizás provoquemos el cierre de negocios familiares, pero también fomentaremos el que se creen otros más acorde con nuestras necesidades.
Es difícil cambiar nuestros hábitos de un día para otro, pero sí podemos empezar por probar poco a poco: averiguar donde hay ropa limpia o de segunda mano; enterarnos de los productores agrícolas más cercanos; visitar el mercado municipal si aún no está gentrificado, informarnos de cooperativas de consumo, de energía, comunicación…..y un día nos daremos cuenta de que hemos retomado la capacidad de decidir qué consumimos y como, y en el camino tejer redes, crear comunidad.
Este artículo se publicó en Libre Pensamiento nº 118. Verano 2024.