El papel de la vivienda en la lucha sindical

Cerramos el pasado 2024 sabiendo que la vivienda es hoy el principal problema para la clase trabajadora. Mientras las cifras macroeconómicas parecen marcar una senda de crecimiento para la economía española, más de la mitad del salario de millones de trabajadores se traslada, a primeros de mes, a pagar su vivienda mediante el alquiler o la cuota de la hipoteca.

En los últimos 10 años el precio de los alquileres ha subido más de un 50% de media en todo el territorio del Estado español, y en algunas ciudades estos aumentos se sitúan por encima del 100%. Si se observa en perspectiva, un alquiler que en 1997 representaba el 28% del salario más habitual, en 2024 representa el 87%. De hecho, para que nadie dedique más del 35% de sus ingresos al pago del alquiler, los salarios tendrían que subir de media unos 770 euros al mes.

En los últimos años, el alquiler se ha convertido en una fuente de explotación de primer orden. Las trabajadoras no hacemos más que perder capacidad adquisitiva, y lo que ganamos en el trabajo, nos lo quitan en el alquiler. Pero el problema no son simplemente los altos precios del alquiler, la inestabilidad del mercado o los desahucios. El problema reside en que vivimos en un sistema que busca cómo hacer cada día más rentable el negocio de la vivienda. Hoy es el alquiler, pero antes de la crisis de 2008 fueron las hipotecas.

En las sociedades capitalistas, la vivienda tiene una función social y una función económica. La función social se refiere a su valor de uso: a la vivienda como hogar, como sitio en el que vivir. A su vez, la función económica de la vivienda se refiere a su valor de cambio: a la vivienda como activo financiero, como medio con el que obtener beneficios. En la mayoría de las sociedades contemporáneas, todas las viviendas cumplen ambas funciones de manera simultánea, pero en distinto grado. Esto se debe a que ambas funciones son antagónicas y funcionan como una balanza: fomentar la función social de la vivienda siempre estará en detrimento de maximizar su función económica, y viceversa.

Aquellos sistemas de vivienda donde la función económica predomina sobre su función social son lugares donde el precio de mercado y las políticas financieras organizan y determinan el sistema de vivienda. Lo que se garantiza, ante todo, es que la vivienda sea un activo con el que obtener beneficios, fácilmente intercambiable, en el que se pueda invertir, y que los precios fluctúen según “la evolución de los mercados”. En este caso, la función social de la vivienda queda subordinada a la función económica, y la vivienda como derecho humano se reduce a su mínima expresión. El problema de la vivienda es un reflejo de procesos más grandes que llevan trasformando la economía desde los años 70 del pasado siglo XX, con la crisis del modelo fordista y productivo: cuando las tasas de beneficio comenzaron a caer en las fábricas de occidente no solo comenzó la desindustrialización, sino que también se fortaleció la financiarización de la economía, es decir, el control del conjunto de la economía por los mercados financieros.

 El capitalismo occidental tenía una respuesta que saldaría las dos crisis (la económica y la de legitimidad social) en un mismo movimiento: facilitar que la clase trabajadora pudiera acceder masivamente a una vivienda en propiedad, incluso los sectores más empobrecidos, a través de la expansión del crédito hipotecario. Este proceso generó muchos beneficios para los bancos, el sector inmobiliario y el financiero. Cada vez más dinero se dirigió hacia los mercados inmobiliarios y hacia la vivienda en propiedad, lo que disparó los precios de la vivienda e impulsó burbujas inmobiliarias. Durante estos años, cada vez más sectores de la economía mundial se reorganizaron alrededor de los procesos especulativos vinculados al sector inmobiliario. El Estado tuvo un papel central en este proceso. Por un lado, abandonó su función como proveedor de vivienda pública, al tiempo que impulsó procesos de desregulación y privatización del mercado. Por otro, intervino en el mercado para favorecer la financiarización del sistema inmobiliario, extender la sociedad de propietarios y facilitar el crédito hacia los hogares, pero sobre todo, para que el precio de la vivienda nunca dejara de subir.

Este proceso no fue solamente económico, sino que también tuvo un fuerte componente ideológico. Al convertirse en propietarios, muchos trabajadores empezaron a creer que ya no necesitaban sindicatos para luchar por sus derechos laborales, ni un Estado que interviniera para proteger su bienestar. Pensaban que solo hacía falta ser propietarios de sus casas y que los precios de las viviendas siguieran subiendo para garantizar su futuro y su calidad de vida. Así, la idea de que el patrimonio personal dependía más del valor de la vivienda que del trabajo se instaló en la sociedad. Al mismo tiempo, se desmantelaron servicios y estructuras colectivas que antes ayudaban a las personas, y el bienestar de las familias quedó ligado al riesgo de que los precios de las casas pudieran caer o subir, sin ningún tipo de seguridad.

 Para algunas intelectuales como Melinda Cooper o Brett Christophers este proceso de financiarización ha avanzado tanto que los análisis de clase tradicionales han perdido parte de su vigencia al seguir centrándose en una visión limitada de la desigualdad, sin captar la complejidad que introduce la economía de activos. Critican que, al no reconocer plenamente cómo la propiedad de activos, en particular la vivienda, está reconfigurando las dinámicas de clase y estratificación, dichos enfoques no logran explicar adecuadamente las nuevas formas de desigualdad que afectan a las mayorías sociales.

Como decía una tertuliana del programa de ultraderecha El Hormiguero, “se han montado una especie de lucha de clases moderna, que ahora la lucha de clases es el casero y el inquilino, y se ha montado la dictadura del inquilinato. Entonces primero hacen un sindicato de inquilinas […] luego hacen una manifestación […] Y ahora están proponiendo hacer huelga de alquileres, o sea, no pagar el alquiler… ¡¿Pero qué país salvaje es este?!”.

Efectivamente, esta situación de conflictividad creciente ha ido generando nuevas experiencias de conflictos que configuran una lucha de clases moderna.

En este número no solamente analizaremos los orígenes de la crisis de la vivienda y sus relaciones con el modelo económico turístico, también expondremos las consecuencias climáticas de seguir apostando por la construcción de viviendas pese a tener más de cuatro millones de viviendas vacías y las retroalimentaciones entre el racismo estructural y el rentismo. La mirada de nuestro dossier abandonará también la ciudad para acercarse a conocer la problemática de la vivienda desde el punto de vista rural. Este número de la revista nos ayudará a conocer mejor las luchas y los nuevos sindicatos surgidos al calor de este conflicto porque como anarcosindicalistas creemos que la transformación radical de la sociedad debe venir de la mano de clase trabajadora organizada, de mano de los sindicatos. Debemos admitir que los sindicatos laborales en general y la CGT en particular no han buscado organizar el conflicto de la vivienda en su seno. Quizás porque hace unos años no parecía un conflicto tan determinante o porque generaba contradicciones internas. Pero debemos recordar que la gran huelga de alquileres de Barcelona de 1931 fue convocada por el Sindicato de la Construcción de la CNT como una respuesta a los altísimos niveles de paro. Con esto no queremos decir que debamos cambiar nuestra estrategia sindical, sino que invitamos a mirar al movimiento de vivienda y a los sindicatos de inquilinas (al igual que a los feminismos, el ecologismo social o el antirracismo) como aliadas necesarias en el combate contra el capitalismo.

Como sabemos, la crisis de la vivienda y del alquiler convive con una crisis ecosocial, con una crisis laboral y productiva de largo alcance, con una crisis de reproducción social tras décadas de privatización y embates neoliberales, con un aumento del racismo y de la extrema derecha, y con crisis derivadas de conflictos bélicos, entre muchas otras manifestaciones. Esta situación a la que muchos llaman poli crisis es un síntoma de cómo el capitalismo enfrenta cada vez más dificultades para reproducirse: cada una de estas crisis es una expresión de sus desequilibrios y contradicciones, que se vuelven cada vez más convulsos, profundos y frecuentes, haciendo que los ajustes y reestructuraciones se conviertan en una necesidad constante.

Al repensar la lucha de clases en este contexto, lo primero que podemos concluir es que estos desequilibrios no pueden combatirse de forma aislada. Una victoria en un sector puede simplemente desplazar los costes y contradicciones hacia otras áreas, impulsando cambios en el modo de acumulación, pero sin superarlos de forma estructural. La lucha por el salario, si no se acompaña de la lucha por la vivienda, lleva al empobrecimiento de los trabajadores inquilinos. La lucha ecologista, si no integra la vivienda y el salario, puede provocar aburguesamiento (gentrificación) verde y aumentar las dificultades de reproducción para las clases populares. Estas luchas, si no están atravesadas por el antirracismo como eje articulador, facilitarán el desarrollo de un neoliberalismo autoritario de extrema derecha como respuesta a la crisis, sustituyendo la lucha de clases por luchas entre sectores desfavorecidos. En definitiva, debemos avanzar hacia un sindicalismo integral que se enfrente a todas las dimensiones de la crisis y que, a su vez, sea capaz de dibujar una estrategia conjunta capaz de acercarnos a la revolución social que necesitamos.

Este artículo se publicó en Libre Pensamiento nº 120. Invierno 2025.