Aurora Justo, Luis Rico, Yago Martínez y Milena Radovich (Ecologistas en Acción)
El ecologismo social parte del planteamiento de que la crisis social y la crisis ambiental actual tienen un mismo origen: el modelo de producción y consumo capitalista, que impone un crecimiento y una generación de beneficios económicos continuos que derivan en el aumento de las desigualdades sociales, en la destrucción de la naturaleza y en la superación de los límites ambientales que permiten una vida segura.
La crisis social y la crisis ambiental están además interconectadas y se retroalimentan: son las personas más precarias quienes más sufren las consecuencias de los problemas ambientales: olas de calor, frío, riadas o escasez de agua. Tenemos claro que, si no se tiene en cuenta esta relación, muchas de las soluciones a los problemas ambientales que se plantean aumentan la segregación social poniendo en contradicción las políticas ambientales con la justicia social o viceversa. Podemos pensar en el impulso al coche eléctrico que solo se puede permitir una parte de la población o en la subvención directa a los carburantes, que agrava la dependencia de los combustibles fósiles y la emergencia climática. Incluso la defensa de las zonas verdes en los barrios sin perspectiva social puede tener efectos perversos, como la subida de los alquileres de dichas zonas, lo que viene a ser una usurpación del derecho a disfrutar de la naturaleza. Por ello, la tarea del ecologismo consiste en apuntar a las causas y los efectos de las distintas crisis en nuestros territorios desde un análisis complejo y a largo plazo.
El caso de la vivienda ejemplifica bien dicha interconexión y la necesidad de abordar de manera integral la raíz de ambas crisis. El problema del acceso a la vivienda en Madrid, es a día de hoy una consecuencia del modelo especulativo y depredador de recursos en el que estamos sumidas. Es la especulación inmobiliaria -ligada al sector turístico y de la construcción, a lo que hay que añadir las inversiones financieras en vivienda como el mejor objeto de rendimientos económicos en los últimos años (fondos de inversión, sociedades anónimas cotizadas…),- junto a la ausencia de políticas decididas de vivienda pública que contrarrestan las derivas mercantilistas (la vivienda como bien de uso y no de cambio) , lo que ha elevado los precios de compra y alquiler a niveles inalcanzables para una gran parte de la población y lo que, a la vez, ha ampliado desenfrenadamente el suelo urbano a costa de la pérdida irreversible espacios naturales o suelos agrarios. El mejor ejemplo de esto es la OperaciónChamartín, en Madrid, desarrollada en suelo público, con 320 hectáreas de suelo, con casi 3 millones m2 edificables y sin vivienda pública.
No es de extrañar que, sin cuestionar el origen del problema, la única propuesta planteada sea la extensión aún mayor de los espacios urbanos -en la Comunidad de Madrid hay programadas 250.000 nuevas viviendas- a costa de la destrucción de los espacios naturales remanentes, con la consecuente pérdida de los servicios ecosistémicos que proveen, y de los que dependemos como especie. Por ejemplo, las más de 53 especies de mariposas polinizadoras que desaparecerán de Los Carriles de Alcobendas, uno de los lugares sacrificados para estos nuevos desarrollos. Es perverso que la propia crisis de acceso a la vivienda generada por un mercado desregulado y la ausencia de vivienda pública, sea utilizada permanentemente por las administraciones públicas y las promotoras para justificar la construcción de más y más edificios y urbanizaciones como solución a una supuesta carencia de inmuebles que sirve para mantener en movimiento la rueda de la construcción y el negocio inmobiliario, pero no resuelve el problema, puesto que la nueva vivienda sigue sumando al negocio especulativo y sigue teniendo un coste desproporcionado. No en vano, Madrid supera las 100.000 viviendas vacías, pero su función actual tiene más que ver con la reproducción del capital, que con la de albergar a personas.

Por ello, no parece muy sensato, en medio de una emergencia climática en la que cada verano es un poco más invivible y un poco menos respirable, seguir urbanizando y construyendo sin considerar que estas actividades tienen un impacto importante sobre las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). A pesar de que los nuevos desarrollos se publicitan cada vez más como “verdes” y “sostenibles” – el greenwashing acapara todos los sectores -lo cierto es que, la urbanización es responsable de forma directa o indirecta de hasta el 38% de las emisiones anuales de GEI relacionadas con el consumo de energía en el mundo según estudios de Naciones Unidas, con más del 50% de la huella de carbono de un edificio generada en su fase de construcción. La expansión urbana y de infraestructuras asociadas es también uno de los principales impulsores de la pérdida de biodiversidad mundial según la plataforma intergubernamental IPBES. Además, como hemos visto con el modelo PAU y el crecimiento del urbanismo difuso en los últimos 25 años, la planificación de los nuevos desarrollos los hace totalmente dependientes del vehículo privado, y por tanto más intensivos en emisiones y más generadores de contaminación atmosférica.
Madrid, con su área metropolitana, es ya una megalópolis que necesita absorber infinidad de recursos de otros territorios y genera enormes cantidades de residuos. Pero, lejos de promover un reequilibrio territorial, el plan es que la región siga aumentando indefinidamente su población, atrayendo más turismo e inversiones, ampliando sus infraestructuras y profundizando en su insostenibilidad estructural, agravando el desmembramiento del mundo rural.
Hasta aquí podríamos seguir pensando que el ecologismo se sigue ocupando de “lo que le toca”: el clima, los espacios naturales, los residuos. Sin embargo, ¿qué tiene de ecologista que la vivienda sea considerada como un derecho o, sencillamente, que se regule el mercado del alquiler? La vivienda constituye el núcleo de territorio más básico que defender, es de dónde partimos cada mañana y a dónde volvemos cada noche, después de coger tres transportes diferentes para ir a trabajar o de ir a una manifestación. Sin un techo seguro, sin acceso a los suministros básicos, sin romper las diferencias de clase, no podemos construir ecologismo social.
La vivienda es un asunto profundamente ecologista, porque es un derecho básico, una cuestión de redistribución equitativa e igualitaria de los recursos,pero también porque es fundamental a la hora de pensar cómo organizamos en el territorio. En este sentido, los movimientos de vivienda, que luchan contra la acumulación y la desigualdad, son movimientos ecologistas, aunque no se identifiquen necesariamente como tales. De hecho, la ordenación del territorio (adecuar los usos e infraestructuras a las posibilidades ecológicas del terreno) basada en los principios de sostenibilidad económica, ambiental, social y de equidad es una de las luchas del movimiento ecologista en defensa de ciudades para las personas y no para la especulación. Ciudades que dimensionen las necesidades de vivienda y adecuen el parque de vivienda a los diferentes niveles de renta y a las distintas situaciones sociales y de género.
Las ecologistas no queremos solo zonas verdes públicas (accesibles, arboladas, no mercantilizadas…). Queremos una ciudad accesible en todos los sentidos, (social, medioambiental y económico) y defendemos la necesidad de un parque de vivienda pública en régimen de alquiler, del fomento del régimen de cesión de uso (disfrute de una vivienda mientras se usa sin opción de venta o subarrendamiento) y de unas políticas de vivienda que desincentiven la vivienda vacía y reviertan la turistificación y la degradación del patrimonio residencial. También queremos una ley del suelo, que limite la calificación del suelo urbano y fomente la participación social, justo lo contrario a la que el gobierno actual está tramitando.
Partimos de que una transición ecosocial justa tiene que tener como prioridad la garantía de condiciones de vida digna para todas las personas, asumiendo nuestra ecodependencia y que vivimos en un planeta limitado. Por ello, una transición ecológica justa no se puede despegar del derecho a una vivienda digna.