José Luis Carretero Miramar. Secretario general de la confederación sindical Solidaridad Obrera.
Nadie, desde la honestidad científica, puede ya negar que el sistema capitalista ha provocado una enorme crisis ecológica que amenaza con desestabilizar todos los equilibrios básicos de los ecosistemas en los que se desarrolla la vida humana. Crisis climática, contaminación de acuíferos y espacios naturales, disminución acelerada de la biodiversidad, convivencia cotidiana de las poblaciones humanas con sustancias tóxicas y contaminantes, expansión de una trama urbana insostenible social y ecológicamente… los síntomas de un brutal reajuste inminente entre la actividad económica humana y los complejos procesos y equilibrios naturales se manifiestan por doquier e introducen un sentido de urgencia desesperada en las mejores mentes de nuestro tiempo.
La crisis ecológica, combinada con otros procesos interdependientes de desestabilización en ciernes, como la recurrencia de crisis financieras y económicas, la descomposición cultural del capitalismo posmoderno y el creciente caos geopolítico, nos inunda de una sensación ubicua de “fin de ciclo”, de “cambio de era”, de colapso final de un modo de producir que muestra ahora su incapacidad para crear las condiciones naturales y sociales básicas para su propia reproducción.
Desde los movimientos sociales se plantean distintas opciones para la supervivencia humana en el marco de este brutal reajuste de los ecosistemas en ciernes, que vendrá precedido de la multiplicación de bifurcaciones sociales caóticas, fenómenos naturales catastróficos sin precedentes y tensiones geopolíticas en ascenso.
La principal de ellas, en el ámbito libertario, es la del decrecimiento. Se trata de una teoría que plantea la necesidad de disminuir el despilfarro de recursos en el proceso productivo, haciendo decrecer la actividad económica (y, por tanto, el consumo de dichos recursos, así como la contaminación que la acompaña). Entendiendo el PIB (Producto Interior Bruto) como la manifestación de la actividad productiva, es menester frenar el consumo voraz y las dinámicas de generación de residuos y de emisión de productos contaminantes que sustentan la sociedad industrial moderna, provocando una disminución de dicho PIB.
Esta tesis parece entrar en conflicto con una comprensión simplista de los objetivos de la lucha sindical y del conflicto de clases. Nos explicaremos. El movimiento obrero nace como elemento aglutinador de las reivindicaciones de los sectores sometidos y explotados de nuestra sociedad, en un contexto de miseria y pobreza para la clase trabajadora, que contrasta fuertemente con la opulencia y el consumo desenfrenado de las élites burguesas. En este escenario, la primera reivindicación básica de las masas proletarias es puramente material. El movimiento obrero reclama el acceso a las bases materiales para una vida digna, en el seno de la sociedad capitalista: salario, capacidad de consumo, bienes y servicios garantizados en los aspectos esenciales de la vida (educación, sanidad, cultura, etc.).
Partiendo de esta reivindicación material básica, el movimiento obrero histórico pronto desarrolla su visión de una sociedad postcapitalista, entorno a dos posibilidades que se entienden confluyentes. La primera es que el siempre creciente desarrollo de las fuerzas productivas puede generar un marco material de abundancia que va a permitir abandonar el mundo de la necesidad, para alcanzar el de la “libre toma del montón”, o comunismo (sea libertario o no). La segunda, que la reconfiguración de las dinámicas organizativas en los espacios naturales de la vida cotidiana (trabajo, familia, comunidad…), mediante la promoción de la autogestión, la democracia directa y el protagonismo popular, puede acabar con la alienación asociada a la explotación y las opresiones omnipresentes en el mundo capitalista, generando una nueva forma de vida social donde una nueva subjetividad individual, producto de un desarrollo innovador de lo humano en libertad y comunidad, pueda desplegar todas las potencialidades creativas, afectivas y productivas de nuestra especie.
La utopía proletaria está hecha, pues, de dos elementos combinados: la garantía de la base material de la supervivencia para toda la población (“la abundancia material”, en el lenguaje de quienes han vivido siempre en la miseria), que excluye la explotación de los seres humanos, y la reapropiación comunitaria e individual de los elementos esenciales que afectan a la propia vida, que ha de permitir la emergencia de nuevas necesidades creativas y afectivas para una humanidad liberada de la alienación.
Sin embargo, la historia de la lucha de clases nos muestra como el primer elemento ha sido sobredimensionado por determinadas corrientes obreras que llegaron al poder, al tiempo que entendido de una manera absolutamente estrecha, limitante y contradictoria con el segundo elemento de que hemos hablado (la lucha contra la alienación).
Así se ha entendido, las más de las veces en base a una lectura sesgada de la obra de Marx, que el motor fundamental para el avance hacia la sociedad postcapitalista es el pleno desarrollo de las fuerzas productivas. Pero de las mismas fuerzas productivas que se desarrollan en el capitalismo, esto es, de las fuerzas capaces de producir mercancías y, por tanto, de expandir la cosificación y alienación de las personas que las producen, y de multiplicar las externalidades (es decir, la destrucción) que su producción implica para el medio natural.
Se trata de una visión sesgada, pues Marx entiende en “El Capital” que las únicas auténticas fuerzas productivas son la fuerza de trabajo humana y la naturaleza, y que la maquinaria y el capital no son otra cosa que “trabajo muerto”, trabajo previo acumulado que permite aumentar la productividad del trabajo presente, pero que no constituye una fuente efectiva de valor de uso para la sociedad.
Así pues, se ha mantenido que el crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) representa un objetivo legítimo para los movimientos postcapitalistas, siempre que la distribución de dicho PIB sea justa y más o menos igualitaria. Una posición que se expresa en lo concreto, en el mundo sindical, en la negociación de más salario, a cambio de más productividad. Una de las consignas básicas del sindicalismo de concertación de las grandes centrales oficialistas. Esta línea sindical entra en conflicto, abiertamente, con la necesidad ecológica de limitar el consumismo desaforado de las clases altas y medias globales que está llevando a nuestra civilización al desastre ambiental.
Por tanto, entre la visión dominante de las reivindicaciones del sindicalismo y la del ecologismo parece abrirse una sima infranqueable. El movimiento obrero apuesta por una sociedad de la abundancia, y para ello pretende impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, al tiempo que reivindica un reparto equilibrado de la capacidad de consumo. El ecologismo libertario plantea la necesidad del decrecimiento en la producción, para frenar la brutal crisis ecológica impulsada por la acumulación del capital y, al tiempo, reivindica formas “más sencillas” de vida con fuertes resabios precapitalistas y una vívida añoranza de las economías de subsistencia de los pueblos originarios.
Sin embargo, esta contradicción es más aparente que real. Se sustenta en una comprensión sesgada y excesivamente simplificada de las reivindicaciones del movimiento obrero y del movimiento ecologista. Ni las mejores mentes de la lucha de clases (incluido las libertarias) limitaron nunca el socialismo a la vorágine productivista y el reparto; ni las y los más inteligentes intelectuales del decrecimiento nos hablan simplemente de dejar de producir, en el marco de las mismas relaciones de producción capitalistas.
Gran parte del conflicto que muchos ven entre ambas perspectivas está construido sobre la aceptación previa de la definición que los intelectuales y técnicos del sistema hacen de los conceptos básicos para este debate. Lo dijimos en un número anterior de Libre Pensamiento: la supuesta contradicción entre la defensa de los servicios públicos por los sindicatos y el impulso de una sociedad de la autogestión (que, por tanto, implicaría la abolición del Estado) es el producto de un pensamiento limitado que se enfanga en las categorías del Derecho burgués (propiedad pública y propiedad privada); y solo puede resolverse desde la experimentación creativa y creadora en la realidad de una nueva categoría de propiedad comunal-comunitaria. Lo mismo sucede con la también supuesta contradicción entre sindicalismo revolucionario y decrecimiento. Aceptar, en gran medida, las categorías del enemigo, dificulta estructurar un pensamiento crítico funcional que pueda entrar en una relación dialéctica virtuosa con la práctica transformadora.
El PIB es un concepto técnico de la economía burguesa. En realidad, no mide la actividad económica (lo que se hace para solventar necesidades humanas con recursos escasos) sino sólo las relaciones capitalistas de producción e intercambio que se dan en una economía, esto es, la producción e intercambio de mercancías (ya sean bienes o servicios). El trabajo doméstico y de cuidados no está contabilizado en el PIB, a no ser que sea retribuido y convertido en mercancía, ni las actividades solidarias, familiares, o los apoyos amistosos en el seno de la población, ni la producción para el autoconsumo. Sin embargo, la mera especulación con títulos-valores o token no fungibles (NFT) sí figura en el cálculo del PIB, aunque no cree ningún valor de uso. Entender que el crecimiento o el decrecimiento del PIB es una vía para aumentar la riqueza de la clase trabajadora o para eliminar las tensiones ecológicas de nuestra economía es algo plenamente engañoso.
Lo mismo ocurre con la reivindicación obrera de la “abundancia”. El objetivo último del movimiento obrero consciente no es, ni ha sido nunca, el simple desarrollo de lo que los capitalistas llaman el PIB o “la actividad económica”. Ni Marx ni Bakunin imaginaron la sociedad socialista como un gran centro comercial lleno de cachivaches inútiles o una orgía consumista. Cuando el movimiento obrero hablaba de “abundancia” no hablaba de “vivir como los potentados burgueses”, sino de una nueva forma de vida. De la génesis de una subjetividad humana enteramente renovada.
Como ha puesto de manifiesto Michael A. Lebowitz en varias ocasiones, lo que reivindica el movimiento obrero es la conversión de la persona trabajadora en una “persona rica”. Pero citando al Marx de los “Manuscritos” de 1844, esa riqueza no es la del consumo desaforado de baratijas, sino la riqueza intelectiva y espiritual de alguien que ha desarrollado todas sus capacidades y habilidades, hasta llegar al punto donde puede “gratificarse en una forma multilateral”: “el hombre rico”, esto es, “profundamente dotado de todos los sentidos”. “En el lugar de la riqueza y la miseria de la economía política”, nos dice Marx, en el lenguaje marcado por el género masculino típico de su tiempo, “aparecen el hombre rico y la necesidad humana rica. El hombre rico es, al mismo tiempo, el hombre necesitado de una totalidad de la expresión vital humana. El hombre cuya propia realización existe como necesidad intrínseca, como necesidad”.
Así pues, la “abundancia” que reivindica la lucha sindical consecuente no tiene nada que ver con la expansión del PIB o de la productividad de la empresa capitalista. El anarcosindicalismo entiende la lucha por el salario como una necesidad pedagógica para el desarrollo humano de la clase trabajadora. Como una chispa que inicia el proceso de “acumulación de riqueza” humana, individual y comunitaria, que constituye el auténtico motor del proceso de construcción del socialismo. La riqueza de una sociedad socialista libertaria es la riqueza de relaciones, afectos, creatividad, solidaridades, que permite entre sus partícipes. La “base material” de esa sociedad es aquella provisión máxima de bienes y servicios que permita la convivencia ordenada y justa con sus auténticas fuerzas productivas, es decir, con el bienestar estable de las personas y la naturaleza. Por supuesto, eso implica disminuir radicalmente el PIB (las relaciones sociales capitalistas) y multiplicar las actividades ecológicamente sostenibles para garantizar los bienes y servicios básicos a toda la población, al tiempo que se impulsa decididamente el desarrollo humano y comunitario en formas no dañinas para el medio natural y social.
Así pues, la alianza entre ecologismo y lucha de clases no sólo es posible sino enteramente natural. El sindicalismo transformador reivindica una vida rica, en lo espiritual y cultural, que sólo es posible en una convivencia virtuosa de la actividad humana con una naturaleza rica y exuberante. El ecologismo libertario reclama una adaptación de la actividad productiva humana al ecosistema, que sólo es posible construir en el proceso de desarrollo de una sociedad postcapitalista, basada en la reapropiación consciente y democrática de la vida económica por la totalidad de quienes trabajan y de quienes necesitan de lo producido, para su supervivencia material y su enriquecimiento humano.
¿Cómo concretar, entonces, en un arco de reivindicaciones concretas, esta alianza necesaria y urgente? La militancia de la organización Ecologistas en Acción está debatiéndolo ya con algunas organizaciones del sindicalismo combativo, y alguna de ellas ha presentado algunas conclusiones. La organización sindical vasca ESK ha debatido y aprobado ponencias concretas en sus Congresos. El compañero Chema Berro, por ejemplo, ha hecho también propuestas a tener en cuenta en el número anterior de Libre Pensamiento. También, ha habido un trabajo sindical constante en la lucha contra la presencia de sustancias contaminantes y tóxicas en los lugares de trabajo, como el amianto o el benceno. Debemos continuar ese proceso de debate y articulación de alternativas reales para la negociación colectiva y para la defensa de las condiciones de vida de la clase trabajadora (y una de esas condiciones, sin duda, es la defensa de los ecosistemas y el medio natural en el que se desenvuelve la vida de las personas trabajadoras). Debemos profundizar en los términos de esa alianza posible entre ecologismo y lucha de clases, y concretar medidas que permitan la génesis de un auténtico programa verde del movimiento obrero.
Pero, no nos engañemos, nada de todo esto será posible si no hacemos un trabajo sostenido y profundo para socializar y divulgar el concepto de abundancia que defendemos. De poco servirá insistir en que la población debe asumir una nueva pobreza, como afirman, con vocación más provocativa que pedagógica, desde algunos círculos decrecentistas. Las mayorías están hartas de miseria, y aceptan la devastación vivencial a cambio de un consumo material muchas veces compulsivo y absurdo. Tenemos que explicarles que no les proponemos más resignación y más miseria, sino la auténtica riqueza, la abundancia real: la abundancia de vida, es decir, de amor, de convivencia, de amistad, de comunidad, de cultura, de crecimiento espiritual. El desarrollo humano en su máxima expresión. Una riqueza que se expande en nuestras vidas y no en los escaparates de los centros comerciales o los marketplaces de internet.
Una abundancia para vivirla con pasión y con amor, y no para amontonarla en vertederos olvidados.
Referencias bibliográficas
Chema Berro. Decrecimiento y sindicalismo. Libre Pensamiento nº 116, invierno 2024
José Luis Carretero ¿Estatales, privados, autogestionados? Aportación al debate sobre los servicios públicos. Libre Pensamiento nº 116, invierno 2024