Vita Sackville-West: la búsqueda de identidad Queer y su herencia gitana

Silvia Agüero Fernández, activista  antirracista gitana, escritora y presentadora de Al Lío.

A Vita Sackville-West, que buscó con palabras y jardines un lugar donde ser ella misma.
A Victoria, su madre, que sostuvo el hilo de una historia rota.
Y, sobre todo, a Pepita de Oliva, gitana del Perchel, bailaora del mundo, espejo primero de todas nuestras rebeldías.
Que esta escritura sea una ofrenda a su memoria indómita y a todas las que, como ellas, supieron ser sin permiso.
Porque al mirar sus vidas, recordé —una vez más — la gitanidad no como un peso, sino como una posibilidad, como una forma más humana, libre y profunda de habitarme.

Vita Sackville-west, una de sus fotos más famosas

Hay quien piensa que Vita Sackville-West era una aristócrata inglesa que se dedicaba a escribir jardines perfectos y plantar novelas más o menos logradas, que su verdadero talento era organizar rosaledas y que el escándalo lo ponía su matrimonio abierto con Harold Nicolson y sus aventuras con mujeres, como la mismísima Virginia Woolf. Pero eso es quedarse en la superficie.

Vita Sackville-West nació el 9 de marzo de 1892 en Knole House, Kent, Inglaterra, en el seno de una familia aristocrática. Su linaje se extendía a lo largo de generaciones de nobleza inglesa, pero también incluía raíces gitanas a través de su abuela Pepita de Oliva.

Pepita de Oliva y un cartel de su espectáculo

Pepita de Oliva, cuyo nombre real era Josefa Durán y Ortega, nació en Málaga en 1830 en el barrio del Perchel. Como bailarina gitana logró alcanzar fama y reconocimiento en Europa destacando por su talento y carisma. Fue amante de Lionel Sackville-West, un diplomático inglés, y juntas tuvieron 9 hijas, entre ellas Victoria Sackville-West, madre de Vita.

El árbol genealógico de Vita era, por tanto, una mezcla compleja de sangre aristocrática inglesa paya y gitana española. Esta dualidad marcó su vida, su obra y su búsqueda de una identidad personal.

Vita, para mí, es esa gitana perdida entre mansiones y expectativas, arrastrando un apellido como quien luce un vestido prestado que no termina de quedarle bien. Su abuela Pepita, que triunfó en Europa,  era una mujer que rompía con lo establecido mucho antes de que se inventaran las palabras para describir esas transgresiones. De ella, Vita heredó algo más que la sangre: heredó la incomodidad, la búsqueda, esa sensación de no encajar del todo.

La queeridad de Vita no era solo cuestión de a quién amaba, sino también de cómo se revelaba contra cualquier etiqueta que le quisieran colgar. A veces pienso que ser gitana y queer son las dos caras de una misma moneda. Ambas identidades viven bajo el ojo vigilante de quienes quieren controlarlo todo. Ambas tienen que inventar sus propios lenguajes para poder nombrarse. Y Vita, como yo, buscaba su lengua propia.

Yo la imagino volviendo siempre a Pepita, a esa herencia que la llamaba desde un lugar que nunca pudo conocer del todo pero que ardía en su imaginación. Y me pregunto si escribía y diseñaba jardines porque necesitaba inventar un lugar donde poder ser ella misma, donde la gente no la mirara con curiosidad o deseo, sino con la complicidad de quien también se sabe despojada de algo.

Porque escribir, al final, también es una forma de resistir. Y Vita Sackville-West, como Pepita de Oliva, como tantas otras que vinieron antes y después, resistió a su manera. Pero su resistencia no era abierta ni estridente; era sutil, íntima, como quien resguarda un secreto precioso.

Su amor por Virginia Woolf, por ejemplo, se tejía en cartas, en jardines compartidos, en palabras que desafiaban la moral victoriana sin necesidad de nombrarlo todo. Virginia le dedicó Orlando, esa oda a la libertad de ser y amar, y aunque a menudo se interpreta como un juego literario, yo lo veo como un reconocimiento: Virginia entendía a Vita en su complejidad, en su deseo de escapar de las jaulas impuestas por género, clase y linaje.

¿Y no es acaso ese impulso el que nos mueve a todas las que, como Vita, arrastramos un pasado que no encaja con las expectativas ajenas? A veces pienso que su amor por los jardines era un intento desesperado de crear un espacio donde pudiera ser auténtica, donde pudiera mezclar la naturaleza con la palabra, el caos con la estructura. Donde pudiera ser Vita sin disculpas.

Vita, su novia y sus respectivos maridos

Quiero rescatarla de esa imagen simplificada que se suele proyectar sobre ella. Porque en su vida hay una búsqueda constante de identidad, de pertenencia. Y esa búsqueda, para mí, tiene mucho que ver con su herencia gitana. No importa cuánto intentara la aristocracia inglesa arrebatarle esa parte de sí misma, porque la llevaba en la piel, en su forma de desafiar las normas, en su manera de amar y crear.

Y no es justo que se la recuerde solo como «la amante de Virginia Woolf» o como una simple nota a pie de página en la vida de otra mujer. Porque Vita fue una escritora brillante por derecho propio. Publicó decenas de libros: novela, poesía y ensayo. Hay uno en particular que debería ser reconocido con el mismo respeto que se le da a Orlando o a sus jardines: su biografía de Pepita de Oliva.

Ese libro, que hoy está descatalogado en el Estado español, es una obra maestra que narra la vida de su abuela desde la admiración, pero también desde la necesidad de entenderse a sí misma. Porque al escribir sobre Pepita, Vita se estaba escribiendo a sí misma, estaba buscando un espejo en el que reflejarse y encontrar sentido a su propia identidad mestiza.

Vita Sackville-West es, para mí, un ejemplo de cómo la identidad se reinventa, se expande y se resiste. Y en esa resistencia, encuentro una hermana. Una voz que me susurra desde su jardín inventado que no estamos solas.

Si algo he aprendido de Vita, de Pepita y de toda esta historia entre lo queer y la poligamia o la anarquía relacional es que  la gente que me hace sentir completa y amada, completamente amada y amante completa de ellas, son mis amigas y mi familia elegida, mis hijes, mis compañeras de vida.

Dejo aquí algunas palabras que deben quedar en papel, por dignas de amar, por dignificar lo queer y lo gitano, por amor, que le dedica Vita a su abuela Pepita

«De igual manera que Juan Antonio Oliva la conoció a usted en Madrid y la amó           cuando apenas tenía diecinueve años, que mi abuelo la conoció en París y la amó cuando       tenía usted veintidós años, mi madre la amó y yo la amé porque evidentemente era         usted una persona hecha para ser amada»

Porque, al final, todo esto va de eso: de recordar; de no permitir que nuestras ancestras sean convertidas en anécdotas o exotismos; de devolverles el lugar que les corresponde en la historia, en la literatura, en la genealogía del deseo y de la disidencia. Pepita no fue solo una bailaora gitana convertida en escándalo en los salones europeos. Fue una mujer que desafió las normas, que construyó su camino con el cuerpo y con la pasión, que tejió una existencia fuera de los márgenes, como tantas otras gitanas que no entraron en los libros porque los libros no sabían cómo nombrarlas.

Y Vita no fue solo una escritora excéntrica con un jardín de ensueño. Fue una persona que heredó esa llama y la transformó en palabra, en paisaje, en gesto. Que vivió como pudo y como quiso, aunque no siempre fueran lo mismo. Que buscó en el amor, en la escritura y en la tierra un modo de reconciliar sus partes rotas.

Así que esta historia no es solo la suya. Es también la mía, y quizá también la tuya. Porque todas arrastramos preguntas sin respuesta, deseos que desbordan las casillas, memorias que nos atraviesan sin que sepamos del todo de dónde vienen. Y porque hay algo profundamente queer y profundamente gitano en esa forma de resistir: sin permiso, sin pedir disculpas, sin dejar de bailar ni de escribir.

Que este artículo sea un pequeño jardín sembrado de memoria y de amor. Que lo queer y lo gitano florezcan juntes, sin miedo, como ya florecieron en Vita y en Pepita, en Catalina la madre de Pepita y en Victoria, la madre de Vita.Como siguen floreciendo, con cada paso que damos. Y aún florezcan.