José Luis Carretero Miramar. Secretario general de la confederación sindical Solidaridad Obrera.
Renfe informa de que se va a iniciar el proceso de “liberalización” de los servicios de Cercanías y Media Distancia. Para 2033 deberán licitarse todas las líneas y dar entrada a operadores privados. El proceso neoliberal de privatización de los servicios públicos avanza a toda velocidad en el conjunto de los países de la Unión Europea.
Una organización sindical que defiende los intereses de la clase trabajadora tiene que oponerse decididamente a este proceso. La privatización de los servicios públicos implica que pierdan su carácter universal y que la parte más vulnerable de la clase trabajadora se vea imposibilitada de acceder a ellos. Además, subordinar a los profesionales de los servicios públicos a los criterios gerenciales de la empresa privada lleva a una clara pérdida de calidad, así como a despidos y a la profundización de las involuciones en las condiciones de trabajo y de prestación del servicio, iniciadas en las décadas precedentes.
Pero las luchas contra las privatizaciones no deben llevarnos a una ingenua idealización de la gestión estatal de los servicios comunes. El Estado capitalista actual es el decantado de una evolución histórica que le ha colocado, en gran medida, al servicio de los intereses del gran capital. La burocratización, en los servicios estatales, corre paralela a la expansión de los procesos de “colaboración público-privada” que han impulsado su transformación en servicios auxiliares de los intereses mercantiles. Gran parte de la regulación de la Formación Profesional, por ejemplo, está orientada a transformar los centros educativos públicos en espacios subordinados a las necesidades de las empresas. Lo mismo está ocurriendo con la Universidad, el transporte y otros servicios públicos. Hoy en día, la gestión estatal, sin más, no garantiza una orientación decidida en defensa de los intereses de la ciudadanía, y menos aún de la clase trabajadora.
La alternativa anarcosindicalista a la gestión estatal y a la privada ha sido, desde siempre, la de la autogestión de los servicios comunes por las personas trabajadoras, bajo el control de las comunidades locales. La combinación de autogestión y municipalismo basado en la democracia directa se estructura de forma distinta en las diversas propuestas libertarias clásicas, dejando espacio, por tanto, a las necesidades de las poblaciones concretas y a la creatividad de los actores locales.
Esta alternativa constituye una gran propuesta libertaria, un modelo para un socialismo libertario de alta calidad, que garantiza el bienestar a las poblaciones y, al mismo tiempo, la democracia y la sostenibilidad social y ambiental. Sin embargo, parece difícil de plantear en la actualidad, porque presupone un proceso previo de expropiación de los medios de producción y de articulación de una economía socializada en su práctica totalidad.
Esto nos lleva a plantearnos dos cuestiones esenciales a la hora de tratar de implementar esta propuesta libertaria de la autogestión bajo control comunitario de los servicios públicos en nuestro contexto social. La primera tiene que ver con el Derecho (y con la necesidad de un Nuevo Derecho); la segunda con la necesidad de un proceso de transición hasta llegar a lo que realmente proponemos.
Un error usual a la hora de analizar la contradicción entre lo público, lo privado y lo autogestionario, es entramparse en el uso de las categorías básicas del Derecho burgués. Para el Derecho burgués desarrollado tras los códigos napoleónicos sólo cabe la propiedad privada o la propiedad pública. Las formas precapitalistas de propiedad comunitaria (la propiedad comunal u otras formas consuetudinarias de “propiedad en mano común”) son expulsadas al gabinete de las “excentricidades a extinguir”. La propiedad, además, comporta una serie de derechos asociados que parten de la radical separación del propietario de la comunidad a la que pertenece, de su plena autonomía como “individuo”. Y poco importa si la propiedad es de un particular o del Estado. La propiedad se define como exclusión.
Por tanto, discutir si lo que queremos son servicios estatales autogestionados o servicios privados autogestionados es un sinsentido. Lo que queremos es otra cosa. Una nueva forma de propiedad, un tertium genus. Esto implica la creación de una nueva categoría jurídica: la propiedad (o no-propiedad) comunal o comunitaria. Es decir, un ámbito de autogestión de los trabajadores sometido (pues estamos ante un servicio al común) a formas de control asambleario de las comunidades locales. Un auténtico ámbito público no estatal, colectivo, pero ampliamente participativo.
Esta nueva forma de propiedad conecta con lo que Christian Laval y Pierre Dardot, en su obra “Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI” (Gedisa, 2015) llaman “el común de los obreros”. Inspirándose en la obra de Proudhon y del sindicalista revolucionario Maxime Leroy, Laval y Dardot presentan la noción del “derecho proletario”, para referirse a las normas colectivas que los trabajadores se dan a sí mismos en su proceso de autoorganización. Se trata del conjunto de estatutos sindicales, reglamentos de cooperativas, normas de Congresos y otros textos colectivos, que la clase trabajadora despliega para regir su convivencia en ámbitos que se presuponen enfrentados al capitalismo y que quieren constituir la génesis de una nueva sociedad. Para Laval y Dardot:
“No hay solidaridad sin obligaciones morales y jurídicas que la impongan. Si bien los obreros reivindican derechos contra sus empleadores, también reconocen tener deberes los unos con los otros”, escribe Leroy. “Esta obligación de solidaridad supone una disciplina colectiva que los sindicatos explicitan a veces de forma muy precisa: respeto de los estatutos, asistencia a las asambleas, pago de la cotización, respeto de la tarifa mínima, rechazo del trabajo a destajo, de las horas extra, respecto de la dignidad de cada cual, solidaridad con los huelguistas, etc. Es mediante estas reglas de obligación mutua impuestas por sus organizaciones como los obreros forman, no sólo una clase sino una sociedad. Este principio general de solidaridad y de lucha contra la competencia, base del derecho proletario y de las obligaciones sindicales y profesionales, anima también al internacionalismo, considerado como un sistema de obligaciones obreras internacionales en desarrollo.”
Y para Proudhon, como narran Laval y Dardot:
“Si un mundo nuevo es posible, sólo puede ser creado a partir de instituciones establecidas sobre las bases de un derecho social, a saber, de un derecho creado por la sociedad y para la sociedad, diferente en este punto de la tradición jurídica de origen romano, que hace del legislador la fuente de la ley. Esta idea de derecho social debe imponerse convirtiéndose en un bien de los obreros, como la ciencia gracias a la cual prevalecerán. Gurvith destaca con fuerza que hay un Proudhon jurista, cuya gran idea es “la reconciliación del socialismo con la idea de derecho”. Para resumir en pocas palabras la ambición del proyecto proudhoniano, diremos que la soberanía del derecho social debe prevalecer sobre la soberanía estatal. El Estado debe someterse a la ley que emana de la sociedad. La constitución política debe, si no subordinarse a la “constitución social”, si al menos ser contrapesada por la organización jurídica propia de la sociedad.”
Por tanto, la posibilidad de la transformación de los servicios públicos estatales en instituciones de nuevo tipo, ligadas a una nueva concepción de la propiedad, como propiedad comunal-comunitaria, tiene mucho que ver con la estructuración jurídica de las mismas, dado que debemos entender lo jurídico como las herramientas para regular la convivencia colectiva, y no sólo como las normas emanadas del Estado. Una nueva forma de propiedad precisa de un nuevo Derecho, que supere la tradición jurídica romana-napoleónica y que se base más en las tradiciones del derecho proletario y de las formas precapitalistas de propiedad colectiva.
Y todo ello nos lleva a la problemática del proceso de transición. Es decir, a plantearnos como superar la dicotomía limitadora del derecho burgués entre propiedad privada y propiedad estatal en un marco de experimentación social, en un momento en que la expropiación coactiva de los medios de producción no es aún una alternativa inmediatamente viable.
Tenemos que partir de un concepto básico: el derecho proletario es un derecho construido por la sociedad que trabaja, no por un legislador más o menos inspirado. Esto implica formas variables y una gran tendencia a la adaptación a las situaciones locales, a las costumbres profesionales, a las necesidades particulares. Lo mismo ha de suceder con las formas transicionales de propiedad comunal-comunitaria. No se puede seguir una regla o modelo general que sirva indistintamente para todas las situaciones. Cómo organizar los servicios públicos autogestionados es también un asunto que tiene que ver con las condiciones locales y particulares, con los deseos concretos de las poblaciones.
Hay que partir de lo que hay y transformarlo en dirección a la génesis de ese nuevo Derecho comunal-comunitario. Enfrentarse a las privatizaciones y, al tiempo, reivindicar las transformaciones estructurales y jurídicas que permitan ampliar la autogestión de la fuerza de trabajo y el control de las comunidades. Inventar servicios públicos de transición entre lo estatal-burocrático puesto al servicio del mercado capitalista, y lo autogestionado-comunitario, puesto al servicio de las clases populares.
Vayamos a lo concreto, para dar algunos ejemplos reales. Para mostrar algunas cosas que pueden hacerse.
En determinadas situaciones pueden recuperarse formas comunitarias precapitalistas que aún mantienen su vitalidad. La premio Nobel de economía Elinor Östrom estudió cómo funcionan estas “instituciones tradicionales de gestión de los bienes comunes”, como las estructuras comunitarias de los pueblos indígenas latinoamericanos o, más cerca de nuestro contexto cultural, instituciones centenarias como el Tribunal de las Aguas de Valencia. Zapatistas y kurdos, en Chiapas y Rojava, han hecho un trabajo magnífico de actualización y reconstrucción de estas formas de organización comunitaria en el ámbito rural, que puede ser estudiado en detalle en obras como la de Azize Aslan.
En otros contextos, han sido las empresas recuperadas y cooperativas de desempleados las que han procedido a gestionar servicios públicos urbanos de forma autogestionaria. Podemos hablar de la gestión de los residuos urbanos por cooperativas de “cartoneros” en localidades como el partido de La Matanza, en Argentina, o la propuesta, finalmente rechazada por el Ayuntamiento, de concesión del servicio de los autobuses urbanos de Zaragoza a una cooperativa conformada por los trabajadores.
En otras situaciones, podemos mencionar la emergencia de modelos experimentales del sector comunal-comunitario en el marco de la estructura estatal, como los Consejos Comunales en Venezuela que, hay que remarcarlo, han sido más exitosos allí donde a la nueva estructura estatal le precedía un previo proceso de autoorganización de los movimientos sociales locales. Donde ha habido una trama previa de organizaciones sindicales o vecinales autoorganizadas que podían nutrirlos y controlarlos, los consejos comunales han funcionado mucho mejor que donde, ante el vacío asociativo previo, han sido copados por elementos oportunistas o burocráticos.
También se pueden mencionar las múltiples experiencias temporales de autogestión de servicios públicos que se han dado en el marco de luchas concretas. Aunque hayan sido experimentos temporales, marcados por la precariedad del contexto en el que se dieron, iniciativas como la autogestión de centros de salud durante la crisis del 2008 en Grecia son iniciativas que debemos estudiar con interés.
Además, se puede profundizar en otras formas de participación comunitaria en la estructura estatal que han sido desarrolladas tímidamente por determinadas fracciones de la socialdemocracia y el municipalismo en Europa, como los presupuestos participativos (muy defectuosamente puestos en marcha en Madrid por Manuela Carmena) o la descentralización de decisiones en asambleas de Distrito, a las que también se pueden otorgar facultades de control de los servicios públicos locales.
Y, por último, podemos hablar de las dinámicas de autoorganización efectiva puestas en marcha en distintos lugares del Globo que, muchas veces, han tomado a su cargo servicios imprescindibles para las poblaciones como el abastecimiento, la alimentación comunitaria o la salud y la educación. Estamos hablando de iniciativas como los asentamientos del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra de Brasil (como el de Zumbi Dos Palmares) o el Centro de Servicios Comunitarios Mujeres en Lucha, de San Miguel Topilejo, México.
La lucha contra las privatizaciones, por tanto, debe incorporar reivindicaciones que favorezcan la transformación de los servicios públicos estatales en este nuevo tipo de servicios públicos comunal-comunitarios. Es decir, en servicios autogestionados por la fuerza de trabajo, bajo el control de las comunidades locales. La gestión directa por parte del Estado, sin más, no garantiza su orientación hacia las necesidades de la comunidad ni su independencia de los intereses mercantiles. Frente a las privatizaciones y a las formas emergentes de “colaboración público-privada” debemos defender la experimentación en las nuevas formas de gestión comunal-comunitaria, más allá del debate sobre los tipos de propiedad del Derecho burgués.
Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento nº 114, verano 2023