Enrique Biosca. Sindicato de Oficios Varios de Madrid.
Este texto fue debatido en el Ateneo Libertario la Idea de Madrid en 2022 como parte de una reflexión sobre el papel de las tecnologías digitales en la fase actual del capitalismo.
La adicción a las redes sociales tecnológicas y a los productos digitales ya se considera por los especialistas como una enfermedad de los tiempos modernos. El desconectarse supone problemas de ansiedad y otros desajustes, sobre todo en los jóvenes que además están socializados ya en el ambiente digital. Desconectarse es como desaparecer de su mundo de amigos.
Muchos autores han tratado la diferencia con la lectura de un libro, que es reposada, que te hace pensar, imaginarte dentro del relato, y te suscita cosas relacionadas o nuevas, te estimula la imaginación, es creativa. El conocimiento que te suministran las pantallas es superficial; más que conocimiento son datos, imágenes, todo breve y cambiante. El conocimiento implica ciertas relaciones: por muy rápido que seas, tienes que reflexionar. La forma de leer electrónica es rápida, saltándose líneas; solo se buscan datos, acontecimientos concretos, con prisas. La incapacidad de concentrarnos hace que no se pueda estar más que unos minutos sin pasar a consultar el móvil y sus múltiples plataformas.
La multitarea es esta necesidad que surge manejando las pantallas de conexión constante, porque da una sensación de alcanzar la omnisciencia, ya que parece que tenemos todo el conocimiento del mundo al alcance de la mano. Es verdad que tenemos una forma más cómoda de conseguir informaciones y datos, pero esto no es el conocimiento. A cambio, nos lleva a saltar de tema en tema, y desorientarnos de nuestro interés inicial. El conocimiento hay que trabajarlo más, hay que reflexionar, escribir, incluso hablar solo para concatenar un discurso, y ver las lagunas y las nuevas preguntas que surgen. Los propios datos que recibimos no tienen garantía, salvo los estrictamente cuantitativos, como cifras, fechas, nombres, o una primera definición rápida de algo, a sabiendas de sus limitaciones, puede resultar más cómodo que el uso de un diccionario en formato libro. Pero no podemos caer en la trampa de que nos da el conocimiento.
En caso de usar el teléfono móvil, nos lleva a saltar a la utilización de Internet, y a estar utilizando varios servicios al mismo tiempo, o varias aplicaciones, estar pendiente de WhatsApp, mensajes, redes sociales… Cuanto más joven es el usuario, más reflejos tiene, y pretende abarcar más, con lo que se genera más adicción, en un bucle que se retroalimenta.
Este ajetreo fatiga y crea tensión nerviosa, y se empieza a notar la saturación, pero no se puede evitar: son los mismos síntomas de cualquier adicción. Teniendo en cuenta la cantidad de horas que se emplea, lógicamente esto marca, por lo que, desde la invasión tecnológica, se está originando un cambio paulatino del modo de pensar y de actuar de las personas.
Jean Marie Twenge es una psicóloga estadounidense que ha estudiado la adolescencia de su país. Cuenta cómo la mayoría de los adolescentes pasaban la mayor parte del tiempo libre paseando solos, en su habitación, con su teléfono. Así es como es su generación, dice: «No teníamos la opción de conocer ninguna vida sin «iPads» (ordenadores tipo tableta) o «iPhones» (teléfonos móviles inteligentes). Creo que nos gustan nuestros teléfonos más de lo que nos gusta la gente real. El encanto de la independencia típico de esta edad ahora les ofrece menos interés. El poder conducir un coche, algo que antes se deseaba vivamente, deja de ser tan motivante. Los adolescentes beben menos alcohol, y hasta la actividad sexual decae. Esta conducta es uniforme tanto en el mundo rural como urbano, y no diferencia clases sociales.
Twenge llega a afirmar que los nacidos entre 1995 y 2012, los miembros de esta generación que llama iGen, son los que están creciendo con teléfonos inteligentes, tienen una cuenta de Instagram antes de comenzar la escuela secundaria, y no recuerdan vivir ningún momento antes de internet. Dice que fue a partir de 2012 cuando, en Estados Unidos, la proporción de teléfonos inteligentes superó el 50% de la población. Ahí se marcó una diferencia.
La neuróloga Sherry Turkle nos relata que hoy se admite la preferencia por enviar un mensaje o un correo electrónico antes que sostener una reunión cara a cara, o incluso hacer una llamada telefónica. Acostumbrados a la conexión permanente, al flujo constante de la información, del entretenimiento, prestamos atención solo a lo que nos interesa de forma inmediata, y en una conversación presencial, en cuando deja de atraernos, recurrimos al «phubbing», a mantener el contacto visual mientras se ignora a la persona que se tiene enfrente, para concentrarse con la telefonía móvil. Estamos permanentemente en otra parte.
Cuanto más conectados estamos, más cansados y nerviosos. Se ha perdido el contacto físico de los juegos, los gritos y las interacciones grupales. Hay un mundo de diferencia. La falta de ejercicio físico que supone el estar conectado siempre nos lleva a un sedentarismo continuado, con lo que esto trae consigo.
Pero desconectarse es como desaparecer del mundo de amigos. Si, después del colegio, todos los contactos son por redes sociales o llamadas de móvil, el privar de esto, lógicamente, es un problema. La solución sería hacerlo colectivamente, mediante una campaña de los colegios y las familias; pero los adultos no se atreven a actuar: creen que sus hijos deberían aprender cuanto antes la tecnología y, además, su propia conducta, pendiente del móvil, no es precisamente un ejemplo para ellos.
Tenemos que darnos cuenta de que el complejo tecnológico determina, no solo lo que podemos hacer (que sería propio de la elección libre), sino lo que tenemos que hacer, (no hay elección, sino obligación) que se presenta ante nosotros como inevitable.
Por eso, lo más grave de este proceso de manipulación es que el capitalismo digital no busca satisfacer preferencias, sino generarlas, e influir decisivamente sobre los comportamientos.
Entregamos nuestros datos en todo momento y sin darnos cuenta, y, aunque tenemos una cierta idea de ello, consideramos que es intrascendente y que no nos puede perjudicar, o que es el “pequeño” precio que hay que pagar por unos servicios que nos dan “gratis”.
Los jóvenes manifiestan que cada vez hablan menos por teléfono y prefieren comunicarse por WhatsApp. Esto les permite pensar lo que van a decir o corregirlo, temen la conversación espontánea. Además, pueden seguir mirando otras aplicaciones de la pantalla. En fin: más individualismo, más «artificialización», menos sinceridad, etc. Una vez más, se comprueba como la tecnología se autoalimenta.
A todo lo negativo expresado hay que añadir que esta comunicación, mediada por la máquina, nos está entrenando al trato con robots. La relación con los robots está creciendo a medida que disminuye la relación con los humanos. Sin darnos cuenta apenas, hablamos por teléfono con robots, tratamos por escrito desde el ordenador o el móvil con robots, recibimos explicaciones de un guía turístico que es un robot, escuchamos megafonía de un robot, sacamos una entrada o validamos un billete con un robot; el coche lo han llenado de aparatos con los que interaccionamos que son robots; nuestro móvil es un robot, etc., etc.
Deberíamos recalcar que sufriremos una pérdida generalizada de capacidades y aptitudes, que van a ser sustituidas por la imposición de la máquina y que eran vitales para tener alguna autonomía. Perderemos memoria, olvidaremos escribir, orientarnos, todos los oficios, dejaremos de saber conducir, perderemos habilidades diversas para reparar utensilios y que también nos abren posibilidades creativas. Incluso en actos mínimos, como las ridículas prestaciones domóticas, quieren sustituirnos. Es decir, que nos van a volver inútiles totales.
Las redes sociales
Las redes sociales guardan registro de todas nuestras acciones: qué compartimos, qué comentamos, qué nos gusta, dónde vamos. “Ahora todos somos animales de laboratorio”, y formamos parte de un experimento constante para que los anunciantes nos envíen sus mensajes cuando estamos más susceptibles a aceptarlos. Existen interfaces diseñadas para ayudar a los anunciantes a alcanzar su público objetivo con mensajes probados para conseguir su atención”. A las plataformas digitales les da igual que estos “anunciantes” sean empresas que quieren vender sus productos, partidos políticos o difusores de noticias falsas. De ahí las consecuencias directas en la vida política actual, manipulando las elecciones.
Te están haciendo infeliz. A pesar de las posibilidades de conexión que ofrecen las redes sociales, en realidad sufrimos “una sensación cada vez mayor de aislamiento” a causa de elementos que dominan las redes, “los estándares de belleza o estatus, que aparecen como deseables, no responden a la realidad; los filtros de los programas exageran la belleza o disimulan defectos”.
Los algoritmos nos colocan en categorías y nos ordenan según nuestros amigos, seguidores, el número de «likes» o «retuits», lo mucho o poco que publiquemos… “De repente, tú y otra gente formáis parte de un montón de competiciones en las que no habíais pedido participar, en las noticias que vemos, en quién nos aparece como posible cita, en qué productos se nos ofrecen”. También pueden acabar influyendo en futuros trabajos: muchos de los responsables de recursos humanos buscan a sus candidatos en Facebook y en Google. A menudo, las discusiones no son oportunidades para dialogar, sino para ganar puntos a costa de dejar a los demás en evidencia, en una especie de competición del «zasca».
Están debilitando la verdad. Teorías conspirativas, como los antivacunas o los «terraplanistas», a menudo empiezan en redes sociales, donde su eco se aumenta, con la ayuda de «bots», amplificados por un algoritmo que se comenta y comparte, más por lo disparatado de su contenido que por su verdadero alcance. Los algoritmos, de hecho, se configuran con los sesgos de sus diseñadores, tales como la discriminación por racismo, género, nivel económico, cultural, etc.
Están destruyendo tu capacidad para empatizar: el filtro burbuja. En Facebook, por ejemplo, las noticias aparecen en la portada según la gente y los medios a los que seguimos y, también, dependiendo de los contenidos que nos gustan. En Google, las búsquedas dan resultados diferentes según quién lo solicita. La consecuencia es que, en redes, accedemos a menudo solo a nuestra propia burbuja, es decir, todo aquello que conocemos, con lo que estamos de acuerdo, y que nos hace sentir cómodos.
Produce agotamiento, por la saturación con todo tipo de avisos, notificaciones, mensajes y videos, que se activan por sí solos. Esto es la economía de la atención, un sistema en el que la abundancia de información hace que nuestra atención sea el principal recurso económico, con los consiguientes efectos en el cerebro. La propia arquitectura de Facebook está equipada con incentivos para la reacción, que provoca un cambio en nuestro comportamiento. El individuo se encuentra en «un estado cognitivo muy particular, no individual, sino compartido» donde «no hay reflejo, solo pura reactividad».
Hay cuatro trucos de diseño adictivo de los dispositivos para conseguir tenerte el mayor tiempo posible conectado:
- Desplazamiento infinito (scrolling): puedes seguir viendo nueva información sin límite, deslizando tu dedo, para que tu cerebro no tenga pausa y espere siempre algo más que te guste.
- Tirar hacia abajo o apretar para actualizar, mecanismo similar al de las máquinas tragaperras.
- Acceso indirecto: cuando abres un sitio, te encuentras comentarios o anuncios ajenos, y te verás tentado a mirar, aunque solo sea alguno.
- Notificaciones. Encontrarás mensajes nuevos, publicaciones, fotos, etc., que excitará tu curiosidad. Además, no gusta tener cosas pendientes, por lo que querrás verlos.
Marta Peirano, como estudiosa de los mecanismos de adicción, nos dice: «No somos adictos a las noticias, somos adictos a Twitter». No somos adictos a la decoración de interiores: somos adictos a Pinterest. No somos adictos a los amigos y sus fotos: somos adictos a Instagram, a Facebook. No somos conscientes de las veces que abrimos el móvil al día; se ha convertido en un comportamiento reflejo, ya está en nuestro cerebro; podríamos decir es parte de nuestra persona, o lo que es lo mismo, ya somos un poco «cyborg».
Este tipo de excitación provoca estrés, que puede generar una sensación de satisfacción, activando ciertas hormonas, que provocan una tensión creciente. «Al mismo tiempo, genera agotamiento, saturación cognitiva, lo que significa que ya no puedes seguir el ritmo», pero nos sentimos obligados a continuar por mantener un cierto nivel de visibilidad, para evitar el síndrome de desconexión. Si no estás en la red, no existes. Sergio Legaz, en un breve pero magnífico libro, nos sitúa partiendo de su propia vida, en la experiencia de encontrarse atrapado en la adicción del «iPhone», y de cómo pudo superarlo.
(…) la visión desoladora de un vagón de metro… quince de cada veinte personas permanecían embebidas en sus terminales acariciando las pantallas táctiles (…) todos arqueaban las cervicales agachando sus cabezas en signo de sumisión. ¿Qué recompensas les ofrecía la pequeña máquina a cambio de su obediencia? Yo lo sabía muy bien…. También era uno de ellos.
Referencias bibliográficas
Sergio Legaz. Sal de la máquina. Como superar la adicción a las tecnologías y recuperar la libertad perdida. Libros en acción, Madrid, 2019.
Marta Peirano. El enemigo conoce el sistema: manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención. Debate, Madrid, 2019.
Jorge Riechmann. Decrecer, des digitalizar, 15 tesis. 2020. Disponible en https://www.15-15-15.org/webzine/2020/09/07/decrecer-desdigitalizar-quince-tesis/
Sherry Turkle. En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital. Ático de los libros, Madrid, 2021.
[Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento número 112 de otoño de 2022]