Hablar de transición ecosocial es hablar de sentar los mimbres para un futuro mejor. Está en nuestras manos decidir cómo va a ser, y en cualquier caso, tampoco es que lo que tenemos ahora merezca tanto la pena. Que estamos en un contexto de transformación global que implica cambios en el clima (principalmente calentamiento, pero también aumento de frecuencia de eventos extremos) y una crisis de biodiversidad no es un debate. Tampoco lo es que su origen está intrínsecamente ligado al capitalismo, pero nuestras sociedades prefieren seguir con la misma actitud que la orquesta del Titanic: mantener la música y fingir que no ocurre nada mientras el barco se hunde. Al fin y al cabo, quienes primero y con más intensidad van a sufrir las consecuencias del cambio global vamos a ser aquellas que más abajo vivimos en nuestras sociedades: la clase obrera y el sur global.
En este contexto, ¿cuál es nuestro proyecto político? Queremos hacer la vida más humana. Somos ecofeministas, queremos una vida que merezca la pena ser vivida. Somos anticapitalistas porque sabemos que el sistema actual no tiene solución, que los excesos que requiere el capitalismo para funcionar no son compatibles con los ritmos del planeta. Somos antirracistas y sabemos que nuestra sociedad está construida sobre un expolio colonial. Queremos compostar a los ricos, pero también vivimos en una vorágine de consumo en la que participamos todas y de la que queremos hacernos cargo. Somos anarcosindicalistas, queremos trabajar para sostener la vida y no que el empleo sea nuestro centro gravitacional.
Para la revolución y cambio de sistema que queremos, necesitamos reducir lo que no es imprescindible para la vida. Y con esto no hablamos solo de cubrir nuestras necesidades materiales, queremos más. El tiempo para el ocio y el disfrute son necesidades básicas, igual que lo es autogestionar nuestra vida y poder hacernos cargo de nuestro rol en la comunidad. Queremos sociedades con tejidos comunitarios fuertes, que se caractericen por el apoyo mutuo, que tengan árboles, en las que trabajemos menos y vivamos más, en la que el decrecimiento no implique pobreza, sino que decrezcan más quienes más tienen, y en el que no renunciemos a ningún avance social en el proceso.
Como anarcosindicalistas, creemos que tenemos mucho que aportar a cómo llegar a esa sociedad. Se debate mucho sobre la vuelta a lo rural, y si esto es una salida individual del sistema sin capacidad de transformación política más allá de las vidas de las implicadas. Ningún cambio nos vale si no supone una mejora de las vidas de todas: toda vuelta a lo rural debe ser comunal. Para ello, partimos de una posición privilegiada, puesto que tenemos un pequeño laboratorio en el que ir ensayando este cambio: el pueblo de Ruesta. Pero tanto en el campo como en la ciudad, nuestra lucha sindical va marcando el camino: llevamos años peleando por la reducción de la jornada laboral, por la aplicación de los coeficientes reductores y por la mejora de nuestras condiciones laborales. Sabemos que esta es la puerta para tener más tiempo para vivir y para organizarnos para construir mundos mejores. Queremos cambiar de una producción para el consumo a una producción para la vida, queremos la abolición del empleo y que solo queden aquellos trabajos socialmente necesarios. Y en esta hoja de ruta seguiremos cuestionando todo en nuestros puestos de trabajo, desde las condiciones hasta su mera existencia. Nuestra lucha sindical necesita una mirada amplia para estar a la altura del momento histórico que vivimos. Porque sabemos que hay tareas que pueden hacerse de forma más ecológica, pero también sabemos que hay empleos que no deberían existir, aunque sean los que nos sostienen, puesto que contribuyen a la destrucción de nuestro entorno. En este camino a sociedades que produzcan lo necesario para vivir y no nos condenen a echar horas infinitas en nuestros puestos de trabajo, no vamos a dejar a nadie atrás. Vamos a valorizar los trabajos que sostienen la vida, y vamos a garantizar el sostén y la reconversión de todas aquellas cuyos trabajos tengan que desaparecer para que podamos sobrevivir. Y lo haremos de la única forma que sabemos que tiene sentido, que es de manera colectiva.
Sin planeta, no hay revolución posible. Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones, y vamos a por él, compostando a quien sea necesario por el camino para garantizar que ese nuevo mundo que germina lo haga sobre en un sustrato social bien abonado.
Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento nº 117 de la primavera de 2024