Yanira Hermida Martín
Estudiando fue que llegué al feminismo y gracias al feminismo pude entenderme como mujer, reconciliarme conmigo misma y con las mujeres de mi familia, poder quererlas, querernos y respetarnos a todas. Y estudiando el feminismo fue que llegué al mundo queer y así pude terminar de entenderme, quererme y aceptarme tal y como soy. Ahora que soy madre, y veo en mí muchas cosas de la mía, entiendo la importancia de aquellos saberes tan humildes, tan invisibles y tan acallados que curiosamente son los que dan, cuidan y salvan las vidas. Ahora soy feliz por reconocer en mí tantas cosas hermosas de todas ellas.
Soy esa niña de esa foto. Estábamos en La Caldera de chuletada un fin de semana de verano. De todas las fotos de mi infancia, esa es la que me lleva a los lugares más íntimos y profundos de mis recuerdos.
Como tantas, también yo, fui una niña que no encajaba en el mundo que la rodeaba. En el que ser mujer era el destino más aburrido, triste y absurdo que se me planteaba. Crecí con una gran misoginia interiorizada, considerándome un ser neutro que nunca sería como las mujeres de su casa porque como niña podía escaparme de algunos de aquellos mandatos. Quitarme vestido y lazos para salir a jugar al patio o a la calle con mis primos y creerme una más entre aquella comunidad de pequeños niños. Yo brincaba muros, como podía. Me pelaba las rodillas, me manchaba, jugaba a los boliches, intentaba hacer bailar el trompo, corría tras un balón o paraba lo que podía desde una portería, insultaba, escupía, cazaba lagartos y otros bichos, peleaba cuando era preciso… Pero no bastaba. Intuía que algo fallaba, que esos instantes de igualdad y libertad no eran tan ciertos, tan reales y verdaderos. Que la camaradería de mi entorno infantil en muchas ocasiones me dejaba fuera, como si un muro invisible creciera frente a mí de la nada.
Quizás fue esa intuición la que me llevó a suplicarle a mi madre que cuando me bajase la regla no se lo dijera a nadie, que en mi familia no se enteraran. No era pudor ni vergüenza ni rechazo a mi cuerpo. Simplemente no quería ser tratada como vi que le pasaba a mi hermana cuando le llegó aquel cambio de “niña a mujer” en mi entorno. Pese a ese silencio que mi madre cumplió, llegó un momento en el que fue mi familia, mis vecinas, mi entorno el que decidió cuando debería llegar mi momento de cambio. Simplemente se me fue haciendo ver, unas veces con sutiles palabras, otras con todo el peso de la violencia patriarcal, que mi lugar ya no quedaba amortiguado y escondido en el espacio de la infancia y que debía empezar a comportarme como lo que era: “una mujercita”. Y en mi familia una mujer era algo que se poseía, que tenía que verse bonito, que se arreglaba para estar siempre presentable, que se cubría la desnudez para que no la vieran padres, hermanos, primos y tíos… que se ridiculizaba constantemente, que se podía empujar, que se asustaba. Ser mujer era algo que no era importante porque no ganaba dinero, trabajaba en la casa, limpiaba, cocinaba, cuidaba… No hacía cosas importantes, no sabía de política, ni hablaba de las cosas fundamentales del mundo. Aquellas cosas de las que conversaban y sabían los hombres y, que a veces cuando todo estaba tranquilo, tenían a bien compartir con mujeres y criaturas.
Mis primeras experiencias sexuales conscientes, aunque inocentes e infantiles, fueron con una niña de mi edad, nunca lo conté, no lo dije a nadie. Nunca lo vi mal. También las hubo con niños y había que callarlas igual. Años después miraba a los chicos buscando atracción porque no sabía que se podía amar de otro modo. Ser hetero no es que fuera lo normal, es que era la única opción. No sabía lo que era ser lesbiana, bollera o bisexual… porque era algo que de tan callado ni se hablaba ni mucho menos se veía. “No había bolleras en mi pueblo”, nunca las vi, ni supe de su existencia. Era tan atroz y tan violento aquel silencio, que las primeras lesbianas que conocí eran amigas del instituto, pero no hablamos abierta y libremente de nuestra condición sexual entre nosotras hasta que rozamos casi los treinta años.
Al vivir en un ambiente tan masculinizado y, para mí tan conflictivo, me costaba encontrar en mi barrio, en mi escuela, en mi instituto… un chico, un hombre, que me atrajera. Desde siempre los hombres que me atraen se escapan algo, aunque sea un poquito, de la masculinidad tradicional que me rodeaba. Así los percibía menos peligrosos, más iguales a mí. Pues a mis 15 años aún rechazaba y me negaba a aceptar que yo pudiera ser realmente una mujer. Yo no era como ellas. Lamentablemente aspiraba a “ser mejor” que las mujeres que me criaron y que me rodeaban. Yo saldría de eso. A los 11 años cuando mi padre por primera vez me rompió la boca de un bofetón por algo que yo no había hecho, sólo por desahogar su rabia, me lo prometí. Lo vi claro cuando mi madre llegó a casa y en vez de enfadarse con él fue a buscarme y le quitó importancia. Recuerdo que me dejó en la azotea donde yo me había escondido para que terminase con la ropa. Lloré en silencio mientras ponía la lavadora. Sintiendo el sabor metálico de la sangre en mi boca y mis lágrimas resbalando por mis mejillas. Me juré que nunca sería como ella. No sabía qué podría ser y cómo lograrlo, pero nunca sería como ella. Eso lo tuve claro y en eso puse todo mi empeño. Yo era fuerte, decidida, inteligente, estudiosa… tendría una profesión, un buen trabajo, no me dejaría machacar por estar con ningún hombre.
Si nos atenemos a la literalidad de esa frase, podríamos decir que esa meta de alguna manera pude conseguirla. Por eso estudiar fue todo para mí. Estudiando fue que llegué al feminismo y gracias al feminismo pude entenderme como mujer, reconciliarme conmigo misma y con las mujeres de mi familia, poder quererlas, querernos y respetarnos a todas. Y estudiando el feminismo fue que llegué al mundo queer y así pude terminar de entenderme, quererme y aceptarme tal y como soy. Ahora que soy madre, y veo en mí muchas cosas de la mía, entiendo la importancia de aquellos saberes tan humildes, tan invisibles y tan acallados que curiosamente son los que dan, cuidan y salvan las vidas. Ahora soy feliz por reconocer en mí tantas cosas hermosas de todas ellas.
[Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento nº 113, Primavera 2023]