Una familia rara, como todas

Ricardo Vázquez. Militante de GALEHI.

En el colegio mayor Chaminade, en Madrid, a principios de los años 90, tomé por primera vez contacto con la Iglesia de izquierdas, las comunidades cristianas de base y la Teología de la Liberación latinoamericana. En 1988 había dado allí una charla el jesuita Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. El paquete en el que se le envió su conferencia publicada llegó devuelto: no se le había podido entregar porque el 16 de noviembre de 1989 había sido asesinado, junto con otros seis miembros de su comunidad, por causa de su lucha por la justicia. Pude conocer personalmente al superviviente de aquella matanza, el también teólogo Jon Sobrino, que nos habló sin odio y con esperanza.

Todo aquello era demasiado estímulo para un jovencísimo yo de 20 años, lleno de ideales; y cuando llegó el momento de dejar el colegio mayor, lo hice junto con otros tres amigos compañeros de ideas e ilusiones, con los que me fui a vivir a una “comuna” en una casita baja del barrio de San Blas, cuando San Blas era San Blas, sencillo y obrero, pero sobre todo con su avenida de Guadalajara, hipermercado de la droga. Allí vivimos juntos diez años y, contradiciendo los malos augurios de quien nos dijo que nunca se debe convivir con los amigos porque se rompen las amistades, hoy ellos siguen siendo de esos amigos para los que la palabra amigo se queda cortísima, con quienes me veo cada mes, con quienes me voy de vacaciones, amigos que te leen la mente sin hablar, que saben que vas a necesitar sal en la sopa antes de que tú la hayas empezado, que acuden como la sangre a la herida, esos amigos del alma, treinta años después.

En la casita de San Blas

Yo soy gay. Todo el proceso de mi salida del armario, complicadísimo personal y socialmente en aquel entonces (Chueca salía del armario casi al mismo tiempo que yo), fue compartido con ellos, que, aunque fueran «heteros», supieron empatizar conmigo, llorar conmigo, rabiar conmigo, y fueron mi roca, mi puerto, mi fuerza en momentos de máxima vulnerabilidad para mí.

Tuve varias parejas mientras duró nuestra convivencia en San Blas, pero Mario fue la única de ellas que se vino a vivir con nosotros.

A Mario lo conocí en Brasil, en Fortaleza, mientras conocíamos el trabajo del Movimento Nacional de Meninos e Meninas de Rua, invitados por unas educadoras de esta organización que habían vivido unas semanas en nuestra casita mientras daban charlas por España. No era el brasileño de nuestro imaginario cultural: era flaco y blanco, y militaba en A Resistencia, rama juvenil del Partido Socialista Brasileño.

Con Mario en España conocí la crudeza de la inmigración, porque legalmente él no era nadie con respecto a mí, ni podía serlo: no había ley que nos reconociese. Nuestra relación no nos daba derecho a su residencia, ni podía trabajar. Yo aquí lo tenía todo y él no tenía nada. Y este desequilibrio terminó por sumirle en una depresión y por hundir nuestra relación, cuatro años después.

Que me dejara me arrolló. He sufrido más por el amor que por la muerte.

Fue entonces cuando pensé que, puesto que sentirme atraído hacia personas de mi mismo sexo rompía la baraja de lo socialmente admitido, podía tomarme plena libertad y no estaba constreñido a seguir las pautas «heteronormativas», pudiendo encauzar mi vida afectiva con toda libertad e imaginación: disgregaría mi sexualidad de mi afectividad y vehicularía mi afectividad a través del propio grupo de amigos que vivíamos juntos. Mi satisfacción afectiva me la daría la propia comuna. ¿Por qué habría de estar obligado a buscarme novios y parejas como los «heteros»? Y así pasaron cuatro años.

Fue un error gravísimo y tardé mucho en darme cuenta. Es como si te alimentas a base de patatillas fritas y Coca-Cola. Por un día no pasa nada. Al cabo de una semana estás fatal. En unos meses mueres de desnutrición. Necesitas un buen potaje de lentejas. Mi afectividad estaba inane. Estaba faltando gravísimamente a la mayor de las mis responsabilidades: atender adecuadamente a mis necesidades profundas y básicas, esas que hunden su raíz en los intestinos.

Cuando me di cuenta, supe que tenía que dejar de comer patatillas, tenía que dejar de “entretener el hambre” con nuestra convivencia de amigos. Necesitaba un compañero de proyecto y de vida, ser la persona especial de un alguien, y que ese alguien lo fuera de mí. Pero el primer paso era irme de nuestra casita. Y ese paso me daba pavor, porque la casita era mi mundo y porque exorcizaba la soledad.

La soledad era lo que me aterrorizaba. Y con los miedos solo se puede actuar de una forma: cogerlos por los cuernos, como a un toro. ¿Me daba miedo vivir solo, morir solo? Entonces debía irme a vivir solo; ¿solo? no: conmigo mismo, que soy excelente compañía. Aprender a estar bien viviendo así para perder ese miedo. Me alquilé un apartamentito y allí me fui.

Y parece que la vida estuviera esperando a que yo aprendiera esa lección: un mes más tarde, hace dieciocho años, conocía a Fernando, hoy mi marido.

En mi vida con Fernando siento sencillamente plenitud. Todo cuadra, el puzzle encaja, siento que la vida está hecha a mi medida.

En 2010 nos casamos. Nos ilusionaba mucho, sí, pero es que además nos sorprendió: no sabíamos, nadie nos había contado, no esperábamos la explosión de energía que allí se produjo. Cientos de personas, todas las que en tu vida habían sido, deseándote al mismo tiempo toda la felicidad y el éxito en tu proyecto de vida. Era tanta energía que sentías que no podías digerirla toda al mismo tiempo, que tendrías que hacer como las vacas, regurgitarla durante días para poder terminar de asimilarla. Fue una experiencia poderosísima, en otro orden de magnitud muy superior al esperado.

¿Casarse? ¿Montar un «fiestón» que se caiga una casa? No puedo recomendarlo más

El ser humano es un ser simbólico: las palabras son símbolos, los besos son símbolos, la risa y las lágrimas son símbolos. Me parece erróneo despreciar algo con un “no es más que un símbolo”, como si eso fuera sinónimo de que carece de realidad. Para los humanos, la realidad la construyen los símbolos. Y el símbolo del matrimonio tiene un poder como yo no había experimentado otro igual jamás. El símbolo de “esta es la persona que he elegido para mi vida”, de “no puedo estar más feliz de haberla encontrado”, de “con esta persona quiero construir, peldaño a peldaño, y subir una escalera y llegar a una experiencia que solo decanta con el tiempo, como el vino, y llegar a viejos, y cuidarnos; eso quiero y quiero que lo sepáis todos”.

Si un cumpleaños se celebra con una fiesta, no puedo imaginar razón mayor para dar una gran fiesta que el haber llegado a estas afirmaciones que entrecomillo. Naturalmente, todos somos diferentes, nadie defenderá más que yo el derecho a la diferencia, y no todo el mundo encontrará en sus intestinos este deseo, esta llamada. Pero creo que, desde la izquierda, no debemos negarnos esta realidad bella y humana para regalársela a la derecha conservadora, porque es también nuestra: renovada, vestida de nuestro ideal, herramienta y palanca para el cambio social, para la construcción de una sociedad mejor, más igualitaria y justa.

¿Casarse? ¿Montar un «fiestón» que se caiga una casa? No puedo recomendarlo más.

Y acabábamos de montar un nido, muy bonito, para compartir con un niño que lo necesitara. ¿Y había niños que necesitaran de un nido para crecer?

En España hay 15.000 niños y niñas creciendo en residencias que necesitan de una familia. La única diferencia es que esos niños no serán “tuyos”. No pueden ser criados por sus familias biológicas, pero tienen derecho a seguir viéndose con ellas. No pueden ni deben ser adoptados por otra familia, pero sí pueden ser acogidos por otra familia, una “familia de crecer”, mientras siguen pudiendo ver y pudiendo querer a su “familia de nacer”.

En los 90, en San Blas, un joven cura en el proyecto Aventura 2000 (cuando el 2000 era el futuro) me había contado la necesidad de familias que se brindaran al acogimiento como la forma más efectiva que él veía para romper círculos enquistados de marginalidad. Era 2010, y esa conversación se vino a mi cabeza: teníamos una familia muy bonita para compartir con un niño que la necesitase. La idea fue tomando forma cuando comenzamos a militar en GALEHI, asociación de familias LGTBI, donde conocimos a muchas familias reales y maravillosas, y terminó de decantar cuando acudimos con ellos a lasegunda Trobada Europea de Famílies LGTB en Lloret en 2012. Conocer familias reales fue lo que más nos ayudó a entender cuál era nuestro camino, el nuestro, de entre los muchos posibles.

Segunda trobada europea de families LGTB, Lloret del Mar, 2012

Nos ofrecimos al entonces Instituto del Menor de la Comunidad de Madrid para el acogimiento permanente de hasta dos hermanos o hermanas, de hasta cinco años. Tras entrevistas y formaciones —en las que en ningún caso percibimos ningún tipo de discriminación, y en las que conocimos a técnicos de menores vocacionales y luminosas que hoy guardamos en nuestros corazones— llegaban a casa, en noviembre de 2013, con uno y tres años de edad, las que habrían de ser las dos personitas más importantes de nuestras vidas: Mark y Jacobo.

Han pasado nueve años. ¡Cuánto han crecido ellos, cuánto hemos crecido nosotros, cuánto desvelo y cuánta felicidad nos han regalado! ¡Qué mirada nos han prestado! Un niño requiere cuidados, los cuidados requieren amor: un niño viene a inundar tu casa de amor. Sin lugar a duda, en mi momento postrero, cuando salude a la Parca, lo más importante que habré hecho en mi vida serán mis hijos. Es algo ordinario y común, pero ¿es por ello menos cierto o menos grande?

El programa de acogimientos familiares no es solo para familias sin hijos; de hecho, está especialmente dirigido a familias con hijos. ¿Has pensado, lector, lectora, si tienes un nido muy bonito para compartir con un niño o niña que lo necesite? “Pero es que si no adoptas, no son realmente tuyos”. Así es, pero ¿pensamos que la propiedad es algo aplicable a los hijos e hijas? ¿No debemos más bien abrirnos a la realidad de que los niños no son de nadie, sino de la tribu, de la Vida, de sí mismos, y que todos y todas estamos llamados a criarlos y a ayudarles a crecer?

A Maripili nos la encontramos abandonada, sentada bajo el mismo olivo donde 16 años antes habíamos esparcido las cenizas de mi padre, un día de agosto que íbamos con los niños a ponerle unas flores. Era una perrita de 3 meses mezcla de cazadores. Luego nos seguía y nos seguía. Los niños, allí… ¿Cómo no responder a su abandono? ¿Cómo sustraerse del pensamiento de que era un regalo del abuelo Ricardo y de que la íbamos a necesitar, emocionalmente, en los muchos años de crianza por venir?

Hoy es una más de nosotros, la chica, y cuando alguno está triste, ¡qué consuelo es tirarse a abrazarse un rato largo con ella!

Pues esta es mi historia. Me sirve a mí. Os la cuento por si algo de ella aporta algo a alguien, sea para indagar esa vía, sea para irse por la contraria. Todos somos diferentes, y vuestras búsquedas y hallazgos también lo serán. Y vuestra familia será diferente, y también rara y maravillosa. Como la mía.

Bibliografía.

Susan Golombok. Modelos de familia: ¿Qué es lo que de verdad cuenta?, Editorial Grao, Madrid, 2006.  

María del Mar González, Fernando Chacón, Ana Belén Gómez, Mari Ángeles Sánchez, Ester Morcillo.  Dinámicas Familiares, Organización de la Vida Cotidiana y Desarrollo Infantil y Adolescente en Familias Homoparentales, 2003. Disponible en https://bit.ly/3Nn7B9d

[Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento número 112 de otoño de 2022]