Ermengol Gassiot. Sindicat d’Activitats Diverses de Terrassa de CGT.
Estado, represión y sindicalismo.
Estado y represión van de la mano. De forma análoga, Estado y explotación social también van unidas. En la historia humana los Estados aparecen en épocas en que hay evidencias de la explotación de una parte mayoritaria de la población por parte de otra mucho más reducida. Al mismo tiempo, la consolidación de los Estados se traduce también en la institucionalización de formas de represión social de diversa índole. Las más explícitas son la persecución directa de las conductas disidentes y las personas que, individual o colectivamente, las llevan a cabo. En la actualidad, cuando hablamos de represión nos vienen a la cabeza situaciones como la cárcel, juicios, multas, ilegalizaciones, detenciones, torturas e incluso desapariciones o asesinatos, por citar algunas.
Sin embargo, hay otras formas de represión que son más sutiles y cotidianas y, por esa razón, que tendemos a interiorizarlas y normalizarlas de forma mucho más fácil. Los Estados, entre otras cosas, requieren de la enajenación de la capacidad de acción colectiva de la inmensa mayoría población. A través de un conjunto de normas (leyes, ordenanzas, etc.) sitúan en las instituciones el espacio donde se debate y decide cómo debe ser una determinada sociedad y las personas que la configuran. Esta capacidad de acción colectiva robada a la población y circunscrita a las instituciones es lo que actualmente se denomina política (de la que la gran mayoría estamos excluidos y relegados al simple papel de espectadores). En definitiva, la existencia de todo Estado requiere de la represión de la capacidad de “hacer” individual y colectiva las personas que vivimos en un determinado lugar para imponernos cómo nos debemos relacionar, cómo debemos comportarnos y los límites a nuestras acciones.
Lo dicho anteriormente sitúa la represión como un campo de lucha para cualquier movimiento revolucionario. La subversión del orden establecido conlleva, como principio, luchar contra la represión de la acción colectiva por parte de los Estados: recuperarla, socializarla y situarla de nuevo en el centro de nuestra existencia. Al mismo tiempo, y a un nivel mucho más concreto, requiere hacer frente a los mecanismos de autodefensa que los Estados construyen para defender precisamente su “orden” y que a menudo se traducen en formas de represión explícita: multas, detenciones, procesos judiciales, condenas y cárcel, etc. La relación de los Estados con los movimientos sociales, en gran medida, se estructura en torno a la represión. El sindicalismo posiblemente es el primer movimiento social global de la época contemporánea. Desde su nacimiento ha tenido que hacer frente a diversas formas de represión explícita, aunque también es cierto que con la expansión de los llamados “Estados del bienestar” y las políticas keynesianas y socialdemócratas esta represión se ha vuelto en ciertos casos más sutil. De esta forma, se ha generado la falacia de que en el ámbito sindical la represión política, más allá de la ejercida por las empresas mediante despidos, expedientes, sanciones, etc., no forma parte de la realidad sindical. Esta imagen le viene como anillo al dedo al sindicalismo de la concertación que busca diluir el conflicto y relegar su acción a la gestión de acuerdos con la patronal. No obstante, esta realidad es una falacia y sería un grave error que el anarcosindicalismo la acabáramos asumiendo. La represión forma parte también del día a día de la lucha sindical y es necesario rearmarnos para hacerle frente. Este artículo quiere ser una contribución para abrir el debate sobre este tema.
La represión y sus objetivos: un breve repaso
La finalidad de la represión es el control social. En su monopolio de la acción colectiva, los Estados se asignan la capacidad de pautar qué conductas se pueden aplaudir, cuales son aceptables y cuales no. Para estas últimas establecen diversas formas de estigmatización, señalamiento y castigo. Bajo este paraguas, la represión persigue objetivos más específicos que merece tener presentes para poder hacerle frente. Me voy a fijar especialmente en las formas de represión explícita que, como he dicho, generalmente son las que tenemos en la cabeza cuando hablamos de represión.
En primer lugar, la represión busca incidir directamente en un sujeto que lleva a cabo una o diversas acciones disidentes. Aunque en apariencia pueda centrarse en la persecución de ciertas conductas y actuaciones, en el fondo, su finalidad es neutralizar la persona o el grupo de personas que las llevan a cabo. En los casos más extremos, con una represión de alta intensidad, esto conlleva la eliminación física de este sujeto mediante la cárcel o su asesinato. En nuestro entorno la mayoría de la represión presenta una intensidad menor, pero persigue un efecto similar. La acumulación de multas y sanciones o la imposición de procedimientos judiciales con peticiones penales elevadas y que se extienden en el tiempo persiguen desmovilizar a personas y colectivos que el Estado ha identificado como una amenaza. El cansancio, el miedo y las tensiones que conlleva enfrentar situaciones represivas ha incidido en la desaparición de muchos colectivos y espacios organizados y en la desmovilización social de muchas personas que han padecido estos ataques.
En segundo lugar, la represión persigue marcar la agenda de lucha de las personas y movimientos que la padecen. En el plano sindical tenemos muy claro que muchas veces cuando se plantean uno o varios despidos en una empresa en la que estamos llevando una lucha para obtener mejoras de diversa índole lo que realmente busca la patronal es alterar nuestro foco de atención, redirigirlo hacia la readmisión de las personas despedidas y alejarlo de la lucha que estábamos llevando a cabo. En la represión política muchas veces sucede exactamente lo mismo. En las últimas décadas muchos movimientos sociales se han visto abocados a centrar esfuerzos en resolver juicios, en pagar multas y en tratar de impedir que algunas de sus militantes entraran en la cárcel. Como contrapartida, en muchas ocasiones, sus luchas previas han perdido peso frente a la urgencia de dar respuesta a la represión.
Otra finalidad de la represión es aislar a las personas y entornos militantes que la sufren del conjunto de la sociedad. Este aspecto es especialmente delicado para los movimientos sociales, incluido el sindical, puesto que nos aleja de las personas a las personas a quienes dirigimos nuestras propuestas y con quienes queremos interactuar y construir nuestras alternativas. Este aislamiento se construye sobre diversos ejes: Uno es el miedo, la disuasión de participar o implicarse con entornos susceptibles de sufrir la represión; otro es la incredibilidad. En una sociedad que, según el discurso oficial y de los medios de comunicación, es democrática, la persecución policial y judicial tiende a verse como la respuesta a conductas delictivas y no normativas. En este contexto, nuestros discursos antirrepresivos chocan con la dificultad de ser creíbles para sectores grandes de la sociedad, especialmente si la represión no es generalizada y se concentra exclusivamente en ámbitos militantes revolucionarios. Paralelamente, nosotros caemos el riesgo de responder a este aislamiento con propuestas cada vez más autorreferenciales que acaban dirigiéndose a nuestros entornos más cercanos y llevándonos a un riesgo de marginalidad; otro objetivo que persigue la represión, y con él quiero terminar esta lista que no es exhaustiva, es mostrar la impunidad y la arbitrariedad del Poder.
En algunos casos hemos visto cómo, en determinados entornos o movimientos sociales, no encontramos una explicación totalmente lógica sobre quien padece y quien no padece un determinado ataque represivo, como si la selección respondiera a una arbitrariedad. Por otra parte, en muchas ocasiones observamos situaciones represivas que parecen escapar de las propias leyes del Estado y cómo estas ocurren de una forma relativamente pública y notoria. En general estos casos nunca terminan con efectos relevantes sobre el propio Estado, hecho que conlleva una escenificación pública de su propia impunidad. Ambas situaciones persiguen generar miedo, inseguridad y una sensación de absoluto poder con el fin de desmovilizar los movimientos disidentes del Poder.
Anarcosindicalismo, desobediencia y luchas antirrepresivas
Desde el anarcosindicalismo también debemos afrontar la lucha antirrepresiva. En los últimos años lo hemos vivido en piel propia y de nuestras compañeras de viaje y es de prever que en el futuro la tendencia será la misma. A nadie se nos escapa que las respuestas a los casos represivos han de ser diversas y variadas en función de múltiples variables: características de la acusación, contexto social y de movilización, situación personal de las personas implicadas y su entorno más cercano, etc. Con todo, en la medida en que la lucha se afronte desde una perspectiva colectiva, un reto importante será combinar los distintos niveles de toma de decisión desde el ámbito estrictamente personal al de las organizaciones y los espacios militantes.
Desde mi punto de vista, y a partir de mi experiencia de militancia en numerosos espacios antirrepresivos, cuando nos vemos obligados a responder a un ataque represivo el Estado nos impone una agenda. En los procedimientos judiciales la represión sigue siempre unos pasos comparables: una fase de instrucción más o menos larga con unas etapas pautadas, la comunicación de la petición fiscal, un proceso de espera antes de la vista oral, el juicio propiamente dicho, la notificación de la sentencia, los recursos, etc. Incluso en las actuaciones policiales, como detenciones, los guiones tanto de quién reprime como de las respuestas que damos siguen trayectorias altamente previsibles. Esta previsibilidad en nuestras respuestas hace que, para el Estado, cuando nos vemos enredados en una lucha antirrepresiva perdamos en gran parte nuestra capacidad de iniciativa y seamos menos peligrosos para el Poder. Por esta razón, pienso que es importante desde una perspectiva libertaria y anarcosindicalista, intentar mantener siempre una autonomía colectiva frente a los hechos represivo, tratar de mantener en todo momento la capacidad de decisión de en qué terreno queremos situarnos y, sobre todo, seguir siendo quienes somos. En este punto entra en escena la desobediencia.
En situaciones de Poder, la desobediencia abre una pequeña ventana a la libertad. A menudo la palabra nos traslada a apuestas que nos parecen arriesgadas, alejadas de nuestras posibilidades, y cargadas de cierta épica. Pero lo cierto es que la desobediencia acompaña muchos actos y gestos de los movimientos sociales. Salir por la noche a encartelar o hacer pintadas conlleva desobedecer ordenanzas municipales. Hacer una manifestación sin comunicarla es un acto desobediente. Irrumpir en una reunión de accionistas de una empresa o interceptar la entrada de esquiroles en una huelga también son acciones desobedientes. Y así, mil ejemplos.
Pienso que en contextos de represión es importante tener la capacidad de desobedecer como forma de mantener o recuperar la iniciativa. Por ejemplo, ser capaces de decidir si queremos atender un requerimiento judicial, como una declaración, la recepción de una notificación o incluso el juicio (o nuestro rol dentro de la sala), nos permite retener cierta capacidad de decidir cómo queremos que sea nuestra acción y en qué ámbito queremos situar el conflicto. En los procesos derivados de la represión las situaciones y los contextos están extraordinariamente pautados desde el Estado, que es quien controla la capacidad de dirimir hacia qué dirección va a evolucionar la situación. Es el/la fiscal quien decide las peticiones de multa o condena, el/la juez quien establece o no medidas cautelares, redacta órdenes de detención y dicta sentencia. Durante todo el proceso ellos fácilmente pueden anticipar el orden de nuestras respuestas, que básicamente prevén que serán reacciones a sus iniciativas, quizás con la única incógnita de su magnitud. La desobediencia nos permite a nosotras repensar dónde y cómo queremos situar nuestro conflicto con el Poder. Nos abre la puerta a redefinir hacia dónde queremos arrastrar a la represión para poderla confrontar mejor e intentar imponer nuestros tiempos y nuestras herramientas de lucha. En definitiva, nos permite seguir siendo.
Las formas de esta desobediencia son múltiples y variadas. No responder a un juez, desoír las citaciones y no presentarse, no asistir a una vista de conformidad, no pagar multas, etc., son algunas de las opciones. En la medida en que esta desobediencia se construya dentro de nuestros entornos de militancia, ya sea sindical o junto con otros movimientos sociales, con un análisis y un debate sobre sus objetivos, mantenemos, al menos en parte, la capacidad de acción colectiva que el Estado pretende anular con la represión. En definitiva, intentamos revertirla y fortalecer, o como mínimo no desgastar, nuestros espacios de contrapoder: el sindicato, el movimiento social y nosotros/mismos/as.
[Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento nº 113, Primavera 2023]