Hacer estallar la familia, reforzar lo social

Nuria Alabao. Militante de la Fundación de Los Comunes.

Hace tiempo, Santiago Abascal, líder de la extrema derecha española, tuvo una feliz idea. Interrogado en televisión acerca del matrimonio homosexual, se empeñó, quizás demasiado, en disfrazar su rancia oposición con el viejo argumento de “me parece bien, pero que no lo llamen matrimonio”. “Creo que es bueno que las personas se unan, que dos hermanas viudas puedan hacer una unión civil para cuidarse unas a otras, creo que es bueno que dos amigos viudos puedan hacerlo”, declaró. Abascal quizás no se dio cuenta de las implicaciones de esta declaración; si algo así se llevase al extremo, si se flexibilizasen las maneras en las que las personas pueden “formar una familia”, una elegida y no genética y si se otorgasen derechos similares a los matrimonios y parientes al uso, esto contribuiría sin duda a erosionar los modelos establecidos de familia, a hacerlos estallar y a abrir nuevas posibilidades.

¿La extrema derecha apostaría por algo así? Evidentemente no, sino más bien todo lo contrario, porque la defensa de la familia -patriarcal, tradicional– es un campo netamente conservador, y tal como la utilizan, sirve de punto de unión para todo un universo de sentido reaccionario. Estos conservadores lo tienen muy claro: la familia –tal y como la conciben– es un fundamento del orden social que contribuye a sostener el actual régimen de desigualdad y la principal institución –junto con el Estado– que sirve para la reproducción del orden de género actual. Además, pese a lo que a veces constituye también un sentido común de una buena parte de la izquierda, esta defensa de la familia no es contraria a la propuesta neoliberal, sino perfectamente compatible e incluso necesaria para el despliegue de su programa político-económico. Precisamente, Melinda Cooper explica en Valores de la familia como para los neoliberales la forma familiar garantiza la reprivatización de muchas de las funciones del Estado del bienestar lo que hace posible su retirada. Sin la familia, la crisis de reproducción social podría ser tan grave que amenazase incluso el proceso de acumulación de capital.

La derecha lo tiene claro, pero… ¿y la izquierda? ¿Y los movimientos de emancipación? Se nos ha hecho creer que la familia es casi el único espacio reproductivo y de comunidad que vale la pena preservar –a parte de la nación–. Es cierto que es un espacio ambivalente de cuidado y apoyo mutuo donde se establecen relaciones de reciprocidad que nos pueden salvar en tiempos difíciles, pero también es una institución social que hay que analizar como tal. Es ambivalente porque además del amor y el cuidado también es un espacio de control social donde se nos prepara, se nos disciplina, para encajar en las formas existentes del trabajo asalariado. Este elemento lo hace especialmente importante para los ultras, que además entienden bien cuál es su papel en el sostenimiento del orden de género, porque a pesar de que la familia se ha ido transformando gracias a las luchas sociales, todavía hoy es un espacio de subordinación de la mujer, niños y personas LGTBI –o de aquellas que no encajan en la norma de género–. Las enormes cifras violencias machistas o contra jóvenes y niños en su seno son un recordatorio de esa subordinación. “Violencia familiar”, dicen los ultras. Sí, esa estructura que defienden como “fundamento del orden social” es extremadamente violenta para muchas.

Aunque resulta difícil analizar la familia como institución social y pensar críticamente sobre algo que nos atraviesa de manera tan profunda, es imprescindible que lo hagamos. Por supuesto, hacer análisis sistémico de las estructuras sociales no implica un llamado a que la gente no se reproduzca (aunque hoy en España reproducirse es casi una rareza dadas las bajas tasas de natalidad) ni que se abandone a los niños en las cunetas, sino que implica poder imaginar cómo hacer familias más libres y felices.

Para unos la familia será las cenas de navidad, el soporte o el cariño de mamá o papá, la ayuda de nuestros hermanos y saber que hay alguien ahí que está dispuesto a cuidarte a los niños o a acogerte en casa si las cosas vienen mal dadas; para otros, un infierno de abusos sexuales, violencia o chantajes afectivos diversos. Muchas personas LGTBI lo han vivido como un espacio de disciplinamiento social, donde primero aprendemos la norma de género, un lugar que trata de hacerlos encajar en los moldes dados o los expulsa. Pero no hacen falta extremos, todos los sabemos, por mucha suerte que hayamos tenido en la lotería familiar, todas vienen con sus peajes. Tienen mucha capacidad de hacer daño y de impactar psicológicamente en nosotros porque precisamente hemos asimilado culturalmente que es “lo más importante de la vida”, que “sin familia no somos nada”, etc. En las encuestas es persistente el apego y la relevancia de la familia para las personas, pero ¿y si nos tocaron malas cartas? ¿Dónde está la justicia en que la familia tenga tanto peso económico y un papel tan central en la reproducción social?

La familia no es una institución neutra: todavía se sostiene sobre relaciones jerárquicas de subordinación de género-edad y de raza/origen migratorio. Lo prueba el persistente rol de cuidadoras de las mujeres que de una u otra forma siempre está inscrito en esta institución a pesar de los cambios. Hoy en Europa –y en buena parte del mundo– la familia de clase media depende absolutamente del trabajo de las mujeres migrantes en el empleo doméstico. Sin él sería muy difícil la participación de estas mujeres en el mercado laboral. En España casi un 15% de los hogares contrata trabajo doméstico de forma habitual u ocasional. Si el trabajo doméstico es asequible mientras los salarios se estancan y la clase media zozobra, es por la intervención del Estado, no de ninguna “mano mágica”. Es así debido a la legislación laboral y de extranjería. Por un lado, ya que mantiene a estas trabajadoras sin todos sus derechos reconocidos, y en general asegurándose de que haya suficientes personas sin acceso a derechos de ciudadanía; cuando no lo subvenciona directamente mediante desgravaciones fiscales a las familias contratadoras como sucede en España desde la reciente reforma.

Así, la familia de clase media europea –el orden reproductivo occidental– depende absolutamente de una división –nacional e internacional– del trabajo reproductivo: segmentado por raza y clase. Sin este trabajo, simplemente no sobreviviría en su forma actual a medida que el estado del bienestar retrocede –en los lugares donde estaba extendido–. El de la familia nuclear por supuesto no es un modelo universal, aunque se presente así en los productos culturales. Hay otras formas de organizar la reproducción social más justas, o al menos, deberíamos ser capaces de imaginarlas. ¿Quién se ocupa de una cuando eres dependiente si no tienes familia, o esta no quiere hacerlo y no tienes dinero para pagar a alguien? ¿Quién cuida a las cuidadoras, como dicen las trabajadoras domésticas?

¿La familia está en crisis o más bien lo contrario?

Como institución, la familia tiene una función económica central, siempre ha sido esencial para la reproducción clases en el capitalismo –para asignar herencias, transmitir la propiedad o garantizar el pago de las deudas–. Aunque el peso de la familia en el bienestar personal se había debilitado en aquellos lugares donde había amplio estado del bienestar, hoy las condiciones de esta fase neoliberal han acabado por reforzar su papel a pesar de todos los lamentos sobre su desaparición o su “crisis”. Los salarios no paran de bajar –sobre todo en España– cuyo poder adquisitivo se ha compensado sobre la base del crecimiento imparable del patrimonio inmobiliario, como explican Isidro López y Emmanuel Rodríguez en Fin de Ciclo. El trabajo se precariza, el precio de los alquileres aumenta de manera radical y el Estado se retira de la provisión de algunos servicios públicos. Todo ello refuerza el papel de la familia como institución económica que acumula y transmite patrimonio, lo que acaba reforzando la dependencia familiar. No, la familia no está en crisis, sino que cada vez dependemos más de ella.

Hoy hay menos movilidad social y nuestra posición de clase está supeditada cada vez más a la de nuestros padres. No solo de la expectativa de la herencia, sino de si nos quieren ayudar o no en vida y bajo qué condiciones, lo cual tiene un efecto disciplinador. La consecuencia es una suerte de minoría de edad prolongada de los jóvenes que los hace dependientes hasta edades muy tardías –en España de las más avanzadas de Europa– y también aumenta las posibilidades de control familiar. Tener que encajar en las expectativas familiares dificulta generar formas de vida no normativas, incluidas aquellas destinadas a la militancia política. Es más complicado crear comunidades de resistencia donde se produzcan valores alternativos a los del éxito de la sociedad oficial o de la mercantilización de todo, que permitan sostener las luchas en condiciones difíciles. También aumenta la dependencia de las mujeres respecto de los hombres porque ellas son las que tienen posiciones más débiles en el mercado laboral al dedicarse al cuidado, lo que nunca es neutro en un sistema de desigualdad.

¿Qué sería la revolución en la familia? 

A pesar de Abascal y sus ideas brillantes, más que ampliar el concepto de familia desde el punto de vista jurídico lo que habría que hacer es lo contrario: que el Estado no la refuerce, ni la premie de ninguna manera. Es decir, quitar funciones económicas a la familia. Esto se consigue ampliando la redistribución y los derechos sociales, mejorando las condiciones laborales o los derechos económicos no dependientes del trabajo como la Renta Básica Universal. Para hacer familias más libres, además de quitarles peso económico, se debe incrementar la autonomía de todos sus miembros. Es decir, hay que debilitar la dependencia económica entre ellos, mejorando la redistribución e individualizando los derechos, como hace tiempo pide la economía feminista. El marco óptimo sería aquel en que todas aquellas políticas públicas redistributivas se asocien a los individuos y sus personas dependientes, pero no a la propia forma familiar, precisamente para que estas relaciones se puedan establecer de manera más libre y sin ataduras. En el socialismo del S.XIX vinculado al movimiento obrero, y después en los 70, el feminismo de clase pedía la socialización de la reproducción social: comedores populares, guarderías 24 horas o inventaba experiencias de crianza o sostenimiento en los márgenes… Ambas vías son importantes, tanto la de pedir distribuir la responsabilidad el cuidado y la atención por el cuerpo social, como la de generar espacios autónomos donde esto también sea posible sin la intervención estatal.

A parte del Estado, nuestro papel sigue siendo vincularnos más allá de las formas dadas o asentadas por el capitalismo o la tradición. Aquí es importante también la dimensión utópica, pensar que es posible un mundo de familias libremente elegidas. El objetivo: que el sostenimiento, el cuidado o las tareas de reproducción social, el amor y los recursos económicos que van en el pack familiar se expandiesen a otras formas múltiples que ahora mismo no están premiadas por el Estado. Hacer parentesco no genético. “Crea relaciones, no niños” (Make kin, not kids), dice Donna Haraway. En realidad, ya lo estamos haciendo de muchas maneras que escapan a veces a las representaciones públicas, por ejemplo, a muchas migrantes no les queda de otra que inventarse formas de familia alternativa porque las suyas están lejos. También hay todo tipo de experimentos de envejecimiento colectivo, de crianza compartida, de casas compartidas y comunitarias, de redes de sostenimiento basadas en afinidades políticas, etc. Esas experiencias a veces se quedan aquí y otras son imprescindibles para aumentar la participación política en proyectos emancipatorios y luchas sociales de las personas implicadas. Hoy quizás son minoritarias, pero están ahí, con todas las dificultades que implica tener que enfrentarse a la cultura y la costumbre, además de a la estructura legal que solo sanciona un determinado modelo familiar –más allá de su diversidad, más allá de si es gay u heteronormativa–.

Estas propuestas deberían hacer parte del camino hacia una nueva utopía de lo colectivo –un nuevo orden reproductivo–, para que la situación de las personas no dependa de la “lotería genética”, como dice Sophie Lewis, y que todo el mundo tenga una buena vida, una vida libre, independiente de qué familia le haya tocado en suerte.

Bibliografía

Melinda Cooper. Los valores de la familia, Traficantes de Sueños, Madrid, 2022.

Isidro López y Emmanuel Rodríguez. Fin de ciclo: financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano (1959-2010), Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.

Emmanuel Rodríguez. El efecto clase media, Traficantes de Sueños, Madrid, 2022.

[Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento número 112 de otoño de 2022]