Inés Campillo Poza. Profesora de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
Parafraseando a Marx, un fantasma recorre Europa: el fantasma de la extrema derecha. En los últimos años, los partidos de extrema derecha han visto aumentar su apoyo electoral en la mayoría de los países europeos, llegando incluso a formar gobiernos en varios de ellos (Hungría, Polonia, Eslovenia, Italia). Una de las banderas, si no la principal en algunos países, de estos nuevos actores es la lucha contra lo que denominan la “ideología de género”. Esta haría referencia a una supuesta conspiración liderada por feministas radicales, activistas LGTBIQ+ y otras élites de izquierdas para negar hechos biológicos sobre los hombres y las mujeres, promover la fluidez de género y atacar “a la familia y al sentido común”, como apuntaba Abascal en el evento Viva22. La diputada de Meer aclaraba recientemente que la familia que está siendo atacada es la “familia natural”, esto es, la familia heterosexual con hijos/as, lo que estaría provocando la “abolición de la mujer” y un “infierno demográfico”. La elección de esta bandera de lucha no es casual, supone una reacción a las potentes movilizaciones feministas de los últimos años. En el caso de España, es también una respuesta al protagonismo del feminismo institucional en el actual gobierno de coalición.
Ante este resurgir del familiarismo ultraconservador, no debe extrañarnos que estén apareciendo debates y propuestas en torno a la familia en los feminismos y las izquierdas, en general. Por un lado, los partidos de izquierdas y algunos feminismos parecen estar más dispuestos que en el pasado a hablar de familias, de m/paternidades y a promover políticas dirigidas a protegerlas. Por otro, otros feminismos y movimientos sociales han puesto sobre la mesa la necesidad de plantearse el objetivo, muy popular en los años 60 y 70, de abolir la familia. En este texto pretendo contribuir a estas reflexiones y debates.
Abolir ¿qué?
La primera duda que se me plantea hace referencia al concepto mismo de familia que se maneja en el discurso de la abolición, que nunca queda claramente explicitada. ¿Qué se entiende por familia? ¿Es incluso posible definirla de una vez por todas? Porque lo cierto es que ni en la investigación académica ni en la opinión pública parece haber consenso sobre qué o quiénes constituyen una familia. En sociología se usan varias definiciones que ponen el foco en distintas realidades o dimensiones de la vida familiar. En primer lugar, encontramos una definición estructural que se centra en las relaciones formales y reconocidas legalmente que se derivan de los lazos de matrimonio, sangre o adopción. En segundo lugar, una definición que equipara familia a hogar, poniendo el foco en las personas que viven bajo el mismo techo y que ponen en común y distribuyen sus recursos. En tercer lugar, se entiende familia como el lugar donde se aprenden y representan determinados roles sociales que tradicionalmente han tenido un fuerte sesgo de género. Por último, encontramos una definición que pone el foco en cómo las familias cobran significado a partir de las actividades que comparten y de su compromiso emocional y de cuidados. Como señala Ciabattari, la imagen prototípica de un padre, una madre y sus hijos/as es identificada como familia por la opinión pública mayoritaria; sin embargo, también la mayor parte de las personas señala que la característica más importante de las familias no es su forma, sino las relaciones de afecto y cuidados que despliegan. De ahí que una gran parte de la opinión pública identifique como familias a madres o padres solteros con hijos/as, parejas sin hijos/as o parejas LGTBIQ+ con hijos/as.
La importancia que tiene esta dimensión de cuidados queda patente también en los estudios que realiza el CIS en España. Según la encuesta Opiniones y Actitudes sobre la Familia (CIS, 2014), cuando se le pregunta a la gente a quién acudiría en primer lugar si cayese enfermo/a, el 43% menciona su pareja o cónyuge, un 23% a su madre, un 13% a su hijo/a, un 8% a su hermano/a, un 5% a otros familiares y sólo un 2,5% indica a su amigo/a. En el caso de tener un problema o sentirse triste o deprimido/a, el 38% acudiría primeramente a su pareja o cónyuge, el 25% a un amigo/a, el 11% a su padre y/o madre, el 10% a su hermano/a, y el 9% a su hijo/a. Los familiares aparecen también como las primeras personas a las que se acudiría si se necesitase dinero. La familia parece dibujarse, pues, como un espacio clave de apoyo mutuo. Se podría argumentar que este protagonismo de la familia a la hora de proveer cuidados es el resultado de la escasez de transferencias monetarias y servicios que caracteriza a nuestro Estado del bienestar y que, en todo caso, no implica que la familia no sea un espacio de opresión de género, orientación sexual y/o identidad de género. Sin embargo, cuando se le pregunta a la gente con qué aspecto de su vida está más satisfecha, el 96% manifiesta estar muy o bastante satisfecha con su familia y sólo el 3,6% dice estar poco o nada satisfecha. Es la esfera de la vida con la que las personas dicen estar más satisfechas. De hecho, casi el 85,5% señala que la familia representa algo muy importante, porcentaje sólo superado ligeramente por la importancia que se le concede a la salud.
Entonces, ¿qué se plantea cuando se propone abolir la familia? ¿a cuál de los sentidos de familia se hace referencia? Porque si lo que se quiere decir es que los feminismos deben luchar por abolir la institución familiar (como síntesis de todas las dimensiones antes mencionadas), no cuenten conmigo para tal proyecto. Principalmente porque tal propuesta resulta inviable, esto es, utópica en el mal sentido de la palabra. Por hacer una analogía, quizá un poco tirada por los pelos, abolir la familia en este sentido me suena lo de “abolir el género” que proponen las feministas transexcluyentes frente a las realidades trans.
¿Qué quiere decir eso de abolir el género? Sabemos que el orden de género es una construcción social, pero todas las sociedades humanas han tenido algún orden de género. Aunque lo que se entiende por género femenino o masculino haya cambiado y cambie según sociedades y a lo largo del tiempo, la distinción de género es ubicua, universal. Crecemos, nos socializamos, forjamos nuestra identidad dentro de un determinado orden de género que, como apunta Connell, es una fuente de injusticia y perjuicio, pero también es una fuente de placer, reconocimiento e identidad. Esto es, el orden de género es limitante y habilitante a la vez. No podemos ponernos fuera del género. Lo que podemos aspirar es a relajar la norma social asociada al género, abogar por una mayor flexibilidad o fluidez, construir una sociedad que no limite el bienestar, los derechos o la posibilidad de florecer a ninguno de los géneros y que no penalice a las personas que no encajan en el binarismo. Pues algo parecido ocurre, creo yo, con las familias.
La familia, entendida obviamente en un sentido amplio, como unidad de convivencia y cuidados relacionada con las relaciones de afinidad y filiación (esto es, con el parentesco) es un universal antropológico. Ninguna sociedad ha vivido fuera de las relaciones de parentescos. La familia nuclear moderna -marcada por la norma social del matrimonio heterosexual, el imperio del marido, una estricta división sexual de los roles sociales y los trabajos remunerado y no remunerado, y una flagrante desigualdad entre hombres y mujeres en sus derechos civiles y sociales- ha sido una especificidad histórica y ni siquiera ha sido universal, como se ha pretendido.
El discurso de la abolición de la familia de los 60 y 70 era una reacción ante el predominio de ese tipo de familia. Cabe recordar que, hasta entonces, las mujeres debían recabar el permiso de sus maridos para poder realizar determinadas transacciones, su empleo era considerado secundario y mayoritariamente prescindible, percibían menos salario que los varones incluso por el mismo trabajo, y la oferta de escuelas infantiles era prácticamente inexistente. El maltrato o la violación dentro del matrimonio eran legales y se toleraban popularmente. Y, del mismo modo, el acceso a métodos anticonceptivos era complicado y tutelado, no se reconocía el derecho al aborto y la homosexualidad era perseguida. Ante este panorama, abolir la familia podía parecer la única salida válida a la desigualdad y la opresión que sufrían las mujeres en los hogares. La renuncia al matrimonio y la descendencia, el amor libre, el lesbianismo político y la apuesta por formas de convivencia y de cuidados colectivas formaban parte de algunas de las estrategias para conseguirlo.
No obstante, la familia patriarcal o “natural”, como la llama la extrema derecha, ya no es la norma. Las familias, las vidas de las mujeres y sus derechos, la concepción y los derechos de la infancia, el código civil y las políticas públicas familiares han cambiado mucho en los últimos 50 años. Por eso, aunque abolir la familia patriarcal siga siendo un objetivo del feminismo, no debe sorprendernos que no sea ya un proyecto muy movilizador o popular. Y es que el significado de familia lleva deconstruyéndose y ensanchándose desde hace décadas, conforme cambiaba la vida de las mujeres, se conquistaban derechos y se reconocían realidades familiares diversas. Es más, la legislación y la política social se ha transformado (no tanto como debería) y empieza a reconocer a distintos tipos de realidades que antes no reconocía: parejas no casadas, familias monoparentales, familias LGTBIQ+. ¿Debemos lamentarnos que el discurso de la abolición de la familia ya no aparezca como un proyecto clave de los movimientos feministas? No lo creo.
Reconocer a todas las familias: un programa viable y necesario
Creo que las utopías que imaginemos deben apoyarse, como aconsejaba Olin Wright, en las fuerzas, anhelos y herramientas que se tienen. El cambio familiar debe partir de los mimbres que se tienen. Todas las sociedades humanas han organizado el parentesco de alguna manera, formando variedades de familias. Si bien es cierto que la familia puede ser un lugar de opresión, violencia y falta de reconocimiento, también lo es que hoy en día para la mayoría de la gente supone un espacio de cuidados, reconocimiento y satisfacción. Deberíamos, pues, empezar a reconocer que es imposible escapar a la ambivalencia de la institución familiar. De hecho, la mayoría de la gente aspira a vivir en familia, sea esta más parecida estructuralmente a la familia “tradicional”, sea más bien una “familia elegida”. En muchos casos, además, en la vida de la gente se entremezclan distintas vivencias familiares. Por tanto, me parece que la bandera de la abolición queda desconectada de las preocupaciones y los deseos de la mayoría de la gente, un objetivo que más que movilizar, paraliza.
Es comprensible que el resurgir de los discursos de extrema derecha, que utilizan a la familia blanca heterosexual como fundamento de la nación y bastión de resistencia frente a las migraciones y la globalización, provoque una incomodidad en algunos feminismos a la hora de hablar de familias y reivindicar también políticas familiares. Pero no creo que haya que renunciar a hablar de ello; al contrario, tenemos más razones que nunca para disputar ese término y seguir ensanchándolo, de modo que se reconozcan como familias más formas de convivencia y de cuidados estables.
Y es que hay hechos insoslayables. En nuestro país, tener hijos dependientes aumenta la probabilidad de sufrir riesgo de pobreza relativa (esto es, tener a disposición menos del 60% de la renta mediana): si el 17% de los hogares sin hijos/as están en riesgo de pobreza, ese porcentaje alcanza el 25% entre los hogares con hijos/as y el 39% específicamente en los hogares con hijos/as encabezados por un solo adulto, mayoritariamente encabezados por mujeres. Según la última Encuesta de Fecundidad (2018), casi la mitad de las mujeres entre 18 y 55 años retrasa la edad de tener hijos/as y/o no tiene los/as que desea por cuestiones laborales, de conciliación y económicas. Y es que 5 de cada 10 personas en España declaran que el trabajo les impedía dedicar el tiempo que querían a sus familias algunas veces, la mayoría de las veces o siempre (Eurofound, 2015), mientras que el 65% de las mujeres españolas ingresa menos de 1.000 euros netos al mes. Esto es, formar o mantener familias o unidades de convivencia es cada vez más difícil y precario en España, tanto por la falta de trabajo digno (por desempleo, temporalidad o tiempo parcial no deseado), como por el exceso de trabajo (pluriempleo, o empleo de largas horas), la falta de renta y la falta de recursos para conciliar el trabajo con la vida personal.
Por todo ello, necesitamos combatir el familiarismo de la extrema derecha con una estrategia de defensa de todas las formas de familia y convivencia. Y es que las políticas familiares no tienen por qué ser conservadoras. De hecho, los países que más las han desarrollado, los países nórdicos, son los países que están más desfamiliarizados. ¿Qué quiere decir desfamiliarizar? Significa reducir la dependencia individual de la familia y maximizar la disponibilidad de recursos económicos por parte del individuo independientemente de sus reciprocidades familiares o conyugales. Paradójicamente, estas políticas no sólo favorecen la formación y el mantenimiento de familias, sino que también reducen el coste de su ruptura, especialmente para las mujeres. Un ejemplo de una política desfamiliarizadora sería la universalización de la educación infantil 0 a 3, la universalización de la atención a la dependencia, la creación de servicios públicos de extraescolares, permisos para cuidadores/as, prestaciones universales por hijo/a a cargo, prestaciones para trabajadores/as con bajos salarios, etc. Esto es, la desfamiliarización aumenta los recursos de las personas que forman familias, evitando que formarlas implique empobrecimiento, y permitiéndoles también salir de ellas si estas resultan ser opresivas o simplemente insatisfactorias. Así pues, las políticas familiares no son intrínsecamente regresivas, sino que pueden ser políticas redistributivas. Luchemos para que lo sean.
[Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento número 112 de otoño de 2022]