Hacia un nuevo paradigma: prácticas y desafíos de una seguridad más allá del capitalismo

Sergio García García y Marisa Pérez Colina (Miembros del colectivo SinPoli)

Es innegable que la seguridad es una necesidad humana que atraviesa clases sociales, géneros, edades, culturas: cualquier ser humano necesita y desea vivir con tranquilidad respecto a su cuerpo, su comunidad y su futuro, esto es, necesita vivir sin miedo y con confianza. Sin embargo, los significados de lo que implica vivir seguro son enormemente variables a nivel histórico, cultural e ideológico, adoptando la necesidad de seguridad una forma particular en el capitalismo, y de manera específica en la cultura neoliberal.

Cuando las relaciones de mercado y la consagración de la propiedad privada se comenzaron a poner en el centro en Europa y sus colonias entre los siglos XVI y XIX, las instituciones del Estado nación emergieron para ordenar el mundo social de acuerdo con las lógicas del beneficio privado. Una de las principales herramientas para instaurar y preservar ese orden fue la “policía”, primero como una función difusa que se encargaba de cosas diversas, como la alimentación del pueblo, la eliminación de trabas al comercio o la obligación a los pobres a trabajar, y después como institución que, a partir del S. XIX, se centraría en la delincuencia y en el control del orden público ante el empuje del movimiento obrero. El propio Marx afirmaría que la seguridad es el valor supremo de la burguesía.

Pero no es hasta finales del siglo XX, cuando el neoliberalismo se comenzó a asentar en las políticas públicas y en la cultura, que la seguridad se convertiría en uno de los elementos principales para entender nuestra sociedad. Esa seguridad, ejercida tanto por el Estado como por empresas privadas, cumple una función material: garantizar la propiedad privada, el beneficio y las inversiones (seguridad de la economía). Pero, además, la seguridad tiene un papel simbólico: en su nombre se ordena la sociedad de forma jerárquica, vigilando de manera muy especial a los sujetos pobres, inmigrantes, jóvenes…, controlando a los colectivos disidentes y garantizando así que todos los problemas que sufren las ciudades y los barrios a causa de las desigualdades sociales se solucionen mágicamente a través de la acusación, persecución y punición de dichos sujetos.

El hecho de enfocar los problemas sociales desde la seguridad y la policía es lo que cuestionamos en el presente artículo. Y lo hacemos desde un convencimiento -que las reformas policiales no conducen a redistribuir el poder y la riqueza, y mucho menos para resolver la crisis eco social en la que nos encontramos, sino que suelen funcionar más bien para lo contrario- y una apuesta -la de la creación de alternativas al poder policial en la gestión de nuestros conflictos a modo de utopías aquí y ahora-. Vamos a detallar ambas.

¿Reformar la Policía?

A ninguna persona vinculada al pensamiento libertario, o simplemente de izquierdas, se le escapa que la policía es el actor ejecutor en la represión de las protestas, en los desahucios, en las devoluciones en frontera… Tampoco se nos escapa que esa policía suele actuar con criterios racistas, machistas y clasistas… Por último, conocemos de sobra que esa policía actúa en ocasiones con extrema violencia, que se infiltra en movimientos sociales para espiarlos, romperlos y desacreditarlos, y que cuenta con una impunidad que ya querría para sí cualquier otra institución social.

Sin embargo, a raíz de las luchas de Black Lives Matter desencadenadas por la muerte de miles de afrodescendientes a manos de la Policía en los últimos años, nos llegan una serie de propuestas institucionales que consideran que, para evitar dichas muertes, habría que hacer una serie de reformas en la institución. Además del mundo anglosajón, en nuestro país estas propuestas bienintencionadas tienen varios puntos de origen: instituciones internacionales como ONU Habitat, académicos de una criminología progresista, ONGs dedicadas a los Derechos Humanos y de las personas migrantes, partidos de izquierdas como Podemos, Bildu o las candidaturas municipalistas, policías progresistas, con sensibilidad social o que simplemente ven en las reformas un campo para proyectar su carrera profesional. Partimos de un marco cultural tan derechizado que, la sola invocación a la “democratización de las Fuerzas de Seguridad”, nos suena a música celestial, como si por el hecho de nombrarlo fuese realizable. 

Las propuestas más comunes tienen que ver con formar a los agentes en derechos humanos y diversidad cultural, facilitar que entren mujeres a los cuerpos, favorecer la rendición de cuentas o implantar policías comunitarias o de barrio. 

Lo primero que habría que decir es que ninguna de esas reformas va a resultar útil a los colectivos más machacados socialmente si no van acompañadas de un retroceso del propio poder policial. La incorporación de personas de personas afrodescendientes o de mujeres a la Policía no ha sido útil en la reducción de las actuaciones discriminatorias según distintas investigaciones realizadas en Estados Unidos o Reino Unido.

Por la experiencia que tenemos en nuestro propio país, solo algunas reformas centradas en la transparencia del trabajo policial tienen el potencial de someterlo a escrutinio público. Ejemplo de ello son las potestades ciudadanas de pedir el número de placa o de grabar las actuaciones policiales, o los programas que obligan a los agentes a computar el perfil racial de las personas identificadas con el fin de averiguar si se están usando criterios racistas. Sin embargo, las primeras medidas citadas fueron prohibidas en España por la Ley Mordaza, mientras que el control sobre el perfil racial de los controles no se ha consolidado en ninguna institución policial de peso y no sirve de nada si no va acompañado de instrumentos externos a la institución de Policía para obligar a subsanar y reparar el daño social creado. 

El grueso de reformas policiales que hemos conocido en las últimas décadas, lejos de rebajar el crecido poder policial, lo han acentuado a través de distintos mecanismos. A través de las figuras policiales “blandas” (agentes tutores, agentes mediadores, policías comunitarios, policías que dan charlas en colegios…), se procura la inserción y la comunicación fluida con vecinos, estudiantes… Esa comunicación, ganada mediante formas simpáticas, se reviste de la retórica de la “proximidad” policial al público. Sin embargo, puesto que la lógica policial no cambia por ello, lo que propicia es la obtención de información por parte de la policía que por otros medios sería más difícil recabar (por ejemplo, cuando el estudiantado de un aula le cuenta cosas a los agentes que han ido a hablar de los peligros de Internet).

Otro efecto de esta inserción policial en lo escolar y lo vecinal es el aumento de confianza que propicia, lo cual revestirá en que la gente se convierta con más propensión en colaboradora policial (por ejemplo, cuando una asociación vecinal acaba por encontrar en la policía su mejor, y a veces único, interlocutor de la Administración, girando sus preocupaciones hacia la seguridad y la convivencia por encima de una agenda reivindicativa del derecho a la ciudad).

Ese aumento de la legitimidad policial también se produce cuando, a base de ocupar cada vez más áreas de actividad (convivencia, violencia de género, delitos de odio…), se va construyendo un nuevo “experto” en las distintas temáticas, escuchado y respetado por los decisores políticos y otros agentes expertos en la materia.

Por último, otro efecto perverso de estas reformas de la Policía es que la institución no cesa de engordar en competencias, presupuestos y legitimidad con las nuevas tareas, al tiempo que no pierde ni un ápice de presencia en las tareas más tradicionales (delitos), lo cual va alimentando un monstruo dentro del propio Estado que lo hace ingobernable, incluso, para los propios responsables políticos. No hay que desdeñar el importante papel que han cobrado los sindicatos policiales en los últimos años (buena parte cercanos a la ultraderecha) a la hora de reivindicar aumentos de plantilla, de medios, de poderes legales…

El resultado de todo esto es que el “brazo derecho” del Estado crece al tiempo que se adelgazan las políticas sociales. Por ello, desde posiciones políticas comprometidas con la justicia social no podemos sino problematizar el crecimiento del poder policial, por más profesional y amable que se presente. Conviene recordar que ninguna política de seguridad ha redistribuido poder ni recursos en ningún lugar, sino que la Policía siempre ha sido una fuerza de mantenimiento del orden social.

Luchar contra la represión, sí, pero no solo

Es una realidad incontestable: la correlación de fuerzas entre la población más afectada por la crisis y las élites financieras a las que esta beneficia es absolutamente favorable a estas últimas. A su servicio, un Estado neoliberal que trata de garantizar «la paz social» cada vez menos repartiendo riqueza y poder, cada vez más imponiéndola vía represión. Sus herramientas: un entramado legal que criminaliza la pobreza y la protesta (Ley mordaza); un discurso social, político y mediático que acicatea los miedos de las clases medias (ocupación, robos, deuda inquilina) mientras promueve la guerra entre pobres (escasez construida políticamente y chivos expiatorios propicios como la población de origen migrante).

¿Es necesario estar atentas a este incremento de la represión contra las expresiones de protesta? Nos va —literalmente— la vida en ello. No obstante, nuestra intención aquí es demostrar que nos toca dar el salto desde una posición defensiva (y necesaria) a otra ofensiva: ha llegado la hora de preguntarnos qué paradigma emancipador de seguridad y protección cabría imaginar y declinar en la práctica, contra y más allá de la seguridad neoliberal.

Hacia nuevos paradigmas de seguridad

Ante la presencia y actuaciones policiales, las personas que protestan en manifestaciones o acciones políticas suelen gritar: «¡Gastos sociales y no policiales!». El lema ilustra una idea de seguridad relativa a condiciones materiales capaces de garantizar un presente habitable y un futuro desvestido de amenazas. Un paradigma de seguridad liberado del miedo a un despido inminente, del insomnio ante la inminencia de un desahucio, de la ansiedad frente a la llegada de nuevas e impagables facturas. Algo a lo que difícilmente pueden responder unos cuerpos uniformados, pertrechados de todo tipo de tecnologías y ejecutores del monopolio estatal de la violencia. Una seguridad entendida como posibilidad de garantizar nuestra reproducción social depende de nuestra capacidad de llevar a cabo una transición eco social capaz de des mercantilizar nuestras relaciones sociales.

Ahora bien, un nuevo paradigma de seguridad habría de atender a necesidades de protección frente a violencias procedentes de muchas relaciones de dominación (agresiones sexistas, racistas, homófobas…) o, simplemente, frente a actitudes miserables susceptibles de provocar daños profundos. Las preguntas serían: si somos capaces de imaginar sociedades post capitalistas, ¿cómo garantizar en ellas la protección de normas decididas democráticamente? ¿Creemos acaso que muerto el capitalismo y/o el Estado, muerta toda posibilidad de violencia?

Nosotras pensamos que no. Pensamos que, más allá del Estado neoliberal y sus violencias, no existe ni existirá sociedad alguna en la que o bien a causa de relaciones de dominio siempre actualizables, o bien debido a las propias miserias o errores de las existencias singulares, las violencias y los conflictos son algo consustancial a las relaciones humanas e, incluso en la sociedad soñada más justa e igualitaria, habrá que ver cómo hacernos cargo de ellas.

Es cierto: no creemos en las visiones utópicas entendidas como paisajes idealizados y trazados de antemano. Aunque inspiradoras en cualquiera de sus formas, entendemos las utopías como parte de un quehacer diario que, abriendo horizontes de emancipación posibles, se traduzcan en prácticas políticas aquí y ahora. Nuestro reto es, por lo tanto, sembrar paradigmas de seguridad emancipadores y explorar formas de hacerlos crecer y madurar.

Desde nuestro punto de vista, una seguridad pensada en términos emancipatorios debería proveerse mediante prácticas de prevención, protección y acuerdos sociales de carácter anti punitivo y vocación restauradora y sanadora. En todas las escalas, desde el espacio comunitario más pequeño hasta, idealmente, el mayor conjunto social organizado.

Poniendo el foco en la escala menor, por comunitario entendemos cualquier entramado social autogobernado desde procedimientos democráticos, esto es, desde un sindicato a un centro social, desde una empresa política a una eco aldea, desde una comuna del Kurdistán a una cooperativa de consumo en Zaragoza, pero también entendemos por comunitarias aquellas prácticas de convivencia cotidiana en los barrios y pueblos capaces de generar sentido de pertenencia y vínculos de confianza. Ampliando el foco a una escala mayor, apuntaremos, por ejemplo, a los Estados-nación sin renunciar a sustituirlos por formas de organización social más democrática—.

En todas las escalas, para devenir tendencialmente anti punitivas y restauradoras, las prácticas de protección y de justicia deberían desenmascarar, de entrada, las trampas de la neutralidad, la culpa individual y las falsas soluciones del ojo por ojo. La modernidad capitalista envuelve las instituciones de policía y de justicia de una idea de neutralidad que, en el caso de la segunda, suele representarse como una diosa de ojos vendados. Pero desde la imposición del capitalismo a partir del siglo XVI, el orden social es, sobre todo, un orden defensor de la propiedad, y los poderes que garantizan su salvaguarda —entre ellos, el orden policial y la justicia— son todo menos neutrales.

Por su parte, la individualización de la culpa exime a sociedades y/o comunidades de hacerse cargo de los daños generados en su seno. ¿Qué de lo sucedido tiene causas sociales? ¿Qué parte de la violencia producida pudo impedir o aliviar la acción u omisión de una comunidad? El par criminal/víctima ahorra preguntas, esconde la responsabilidad colectiva tras la expiación individual y, obrando de esta forma, amputa la posibilidad de cortocircuitar la reproducción, una y otra vez, de unos mismos estragos.

Otra idea tan inútil como contraproducente es la del castigo, ya que impide sentar las bases para que una agresión determinada no se repita: esto es, llegar a acuerdos que incluyan a todas las partes implicadas. Estamos hablando de trabajar con las personas que cometen los daños, así como con las que los padecen para establecer, de forma comunitaria y/o social, las mejores formas de restaurar el perjuicio causado y de sanar tanto los dolores individuales como las heridas colectivas.

Estas formas de entender la seguridad sin policía y de garantizarla mediante dispositivos de justicia y protección anti punitivos no son solo posibles, sino cotidianamente practicadas en algunos rincones de este planeta. Algunos se hallan geográficamente más alejados, como las experiencias en Acapatzingo o en Rojava. Otros son muy cercanos, como la apuesta política de AAMAS, en Manresa.

Hay muchas experiencias que no aún conocemos, muchas otras por recuperar, aún más por inventar. Este es el reto.

Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento nº 114, verano 2023