Sobre un sistema global basado en reglas, concertinas, muros y muertes en el mar.

José Luis Carretero Miramar. Secretario general de la confederación sindical Solidaridad Obrera.

Europa está orgullosa de ser el producto político y cultural de una civilización milenaria, en cuyas raíces históricas se encuentra la idea de progreso y una visión universalista de la humanidad que ha dado lugar al nacimiento de las doctrinas de los derechos humanos y de la democracia parlamentaria moderna. Europa es la patria de la filosofía griega, de la ilustración francesa, de la dialéctica alemana. Es el hogar de tradición jurídica romana, de la ciencia de la modernidad y de la separación entre Iglesia y Estado.

El Reino Unido de Gran Bretaña es el alma máter del liberalismo, el lugar donde el utilitarismo humanista reemplazó a la teocracia. Dinamarca es un espacio idílico donde el sueño de la socialdemocracia se hace carne en barrios majestuosos alimentados por un fecundo Estado del Bienestar. España, partera del “derecho de gentes” (precedente inmediato de la doctrina de los Derechos Humanos), iluminador faro del catolicismo social que evangelizó varios continentes es la tierra insigne de Cervantes, Carlos III y Ramón y Cajal.

                El Reino Unido de la Gran Bretaña ha aprobado, recientemente, una normativa que permite que los solicitantes de asilo en el país sean enviados a Ruanda mientras se sustancia el expediente. Una idea que está siendo estudiada por otros países europeos. El gobierno socialdemócrata de Dinamarca ha establecido una legislación que implica el traslado de población de los barrios donde hay una mayoría de habitantes “de origen no danés”, aun cuando estos habitantes tengan la nacionalidad del país, para salvaguardar la homogeneidad étnica y cultural de la sociedad. El ministro del Interior del Gobierno progresista español mantiene abiertamente la necesidad de las “devoluciones en caliente” mientras los cadáveres se amontonan en sus fronteras. Justifica la violencia contra solicitantes de asilo que saltan las vallas de Ceuta y Melilla porque no tienen ninguna opción real de hacer sus solicitudes en los consulados españoles de sus países de origen.

                Realmente, Europa nunca fue el ilustrado paraíso del humanismo universalista que nos han contado. Los discursos sobre los derechos humanos y la abolición de la esclavitud vinieron acompañados, ya desde su mismo origen, de la violencia del colonialismo y de las teorías del paternalismo civilizador de la “raza blanca”. Europa externalizó la violencia y los procesos de “acumulación por desposesión”, que dieron origen al capitalismo, tan pronto como su clase dirigente se vio incapaz de disciplinar a la clase obrera europea sin garantizarle una capacidad de consumo mínima.

                Europa inventó el racismo como categoría política e intelectual para desplegar su violencia en las colonias. SI bien griegos y romanos convivieron con negros, semitas y orientales, el origen racial nunca fue una categoría con un contenido social concreto en los textos de la antigüedad. Normalmente ni se menciona, y nunca se le presupone un valor social negativo. El racismo es una herramienta intelectual desarrollada para justificar la barbarie de las plantaciones coloniales, en las que la esclavitud garantizó la materia prima necesaria para el desarrollo industrial europeo, en los inicios del modo de producción capitalista. Sin el algodón barato manchado de la sangre esclava en las colonias, la industria textil inglesa nunca hubiera sido capaz de batir a la de la India. La estabilidad europea se sustentó sobre el despojo de los pueblos colonizados y sobre las redes transatlánticas de tráfico de personas.

                Ese proceso no finalizó con el fin del colonialismo. Simplemente, ha adoptado otra fisonomía, otra forma de articulación. El señoreaje financiero del dólar o del franco CFA, y la operatoria de los organismos multilaterales hegemonizados por Occidente (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial… etc.) garantizan que los mercados globales estén construidos alrededor de una dinámica de intercambio desigual que implica que la producción industrial del Norte global obtenga mejores precios que las materias primas provenientes del Sur. A esto le acompaña la posibilidad de manipular los intereses de la deuda pública de los estados del Sur mediante las políticas monetarias de los Bancos Centrales de Occidente, y la implementación de los planes de ajuste estructural del FMI que implican la venta, a precios de saldo, del tejido empresarial y los servicios públicos de los países del Sur a los fondos de inversión y a las empresas transnacionales del Norte. El colonialismo ha mutado en un imperialismo ubicuo, persistente, sistémico, que habla de “sistema global basado en reglas” cuando quiere decir “despojo global garantizado por las reglas del Norte”.

                La relación de dependencia que ata a los países del Sur y del Norte articula gran parte de las dinámicas sociales y económicas entrelazadas de ambos espacios, aunque gran parte de la población europea la vea como algo ignoto y un tanto lejano. La mayor parte de la huella ecológica de la sociedad europea está en África. Allí están las minas de litio o de cobalto, los caladeros de pesca, la agroindustria que surte los mercados de frutas y hortalizas de Europa sin tener que cumplir la normativa fitosanitaria o ecológica comunitaria. Más allá de la contaminación del aire en Chamberí, la huella ecológica de Madrid está también en las minas del Congo, en el campo marroquí, en las plantaciones de soja de Argentina o Paraguay, en los pozos petrolíferos de Nigeria.

                Y con el despojo y la huella ecológica viene la huella social: guerras, represión, miseria, feminicidios, inestabilidad política crónica. Tropas francesas que salvaguardan a “gobiernos amigos” en África o marines norteamericanos que desembarcan en Panamá o la isla de Granada. “Vuelos de la muerte” que llevan a desconocidos militantes árabes a centros clandestinos de torturas y golpes de Estado recurrentes animados por agencias de mercenarios y embajadas. El humanismo idealista del derecho internacional no puede negar la ubicuidad de la indignidad y la violencia como sustrato fundamental de nuestro modo de vida.

                El derecho de asilo y refugio es una vieja creación jurídica europea, en su versión actualmente difundida. Gracias al derecho de asilo, los revolucionarios liberales pudieron escapar de los gobiernos absolutistas del Antiguo Régimen, en los siglos XIX y XX, e implantar las democracias modernas de las que se enorgullece Europa. El derecho de asilo, según la visión jurídica occidental, es una obligación humanitaria de todos los Estados de la que no se puede abstraer ninguna democracia digna de este nombre.

                Sin embargo, Europa está mutando. La fortaleza construida en el continente para limitar la migración de las multitudes desposeídas del Sur global, hecha de fronteras plagadas de concertinas y vigilancia represiva contra migrantes económicos y solicitantes de asilo, está experimentando una transformación brutal, un cambio cualitativo hacia la indignidad.

                La expansión de las organizaciones políticas de ultraderecha en Europa y la diseminación de las teorías contrarias a la inmigración ha transformado la legislación europea de una manera que hace treinta años hubiese sido vista como impensable.

                Podríamos hablar, de nuevo, de las políticas destinadas a enviar a quien solicita asilo en países europeos a lugares como Ruanda o Albania. De la intervención de Frontex (la autodenominada “policía de fronteras” de la Unión Europea), que ha sido acusada de numerosas “devoluciones en caliente” que han acabado en muertes de decenas de migrantes en el mar Mediterráneo, y de ser un caladero de una extensa trama de corrupción institucional. De la “Ley Mordaza” española y su jurisprudencia derivada, que ha admitido las “devoluciones en caliente” de solicitantes de asilo, si estos alcanzan el territorio español sin haber hecho su solicitud en los consulados de los países de origen, a los que, por otra parte, se hace imposible el acceso de los migrantes. De la nueva legislación del gobierno de Giorgia Meloni, en Italia, que obliga a los barcos de salvamento de las ONG que trabajan en el Mediterráneo a dirigirse a puertos a miles de millas náuticas del lugar de recogida de los migrantes para, simple y llanamente, dificultar todo lo posible que sigan salvando vidas.

                Europa necesita el cobalto africano para su transición ecológica. Nuestros rutilantes coches eléctricos están regados de sangre y sufrimiento a miles de kilómetros de las electrolineras que pagamos los contribuyentes para hacernos la idea de que salvaremos el mundo con nuestra buena voluntad, mientras Iberdrola hace pingües negocios

                Europa necesita el trabajo migrante. Sustenta nuestro sistema de Seguridad Social, la limpieza de nuestras casas, la producción de nuestros invernaderos de frutas y hortalizas, el cuidado de nuestros mayores. Europa necesita recursos mudos, pero vienen personas trabajadoras, creativas, esforzadas, valientes.

                La oligarquía europea necesita migrantes. Pero les necesita mudos, “ilegales”, subordinados, en aislamiento. Un ejército industrial sin derechos que se pueda utilizar como la “cabeza de turco” (reveladora expresión) de los problemas y las ansiedades de la clase obrera autóctona. Necesita que la multitud migrante sea vista como un elemento de fragmentación de las clases populares, como un cuerpo extraño, como una competencia ilegítima. No necesita a migrantes que operen como una ventana abierta al infierno del Sur del mundo o como un puente a las luchas de sus poblaciones. No necesita migrantes insurgentes.

                La oligarquía que habla de “un sistema global basado en reglas” ha llegado a la conclusión de que el derecho de asilo es un lujo que no puede permitirse, y de que su único futuro posible pasa por enfrentar a las clases populares entre sí, por difundir la doctrina de la confusión y el caos racista, por buscar una “guerra civil larvada” en las barriadas proletarias entre distintos tonos de la piel y distintas tonalidades del habla. La ultraderecha, que cada vez tiene más predicamento en los despachos institucionales, busca el caos social para reinar sobre él en base a la corrupción y la represión.

                Europa está en trance de convertirse en una hidra autoritaria. La doctrina de los derechos humanos y el universalismo está en crisis porque ya nadie quiere tomársela en serio. No es operativa para el dominio en un contexto de guerra global en ciernes y crisis permanente. La guerra que se anuncia contra las potencias emergentes precisa el abandono del sueño humanista europeo y la reactualización de las dinámicas del control de las poblaciones mediante la jerarquización de sus diferencias (machismo, racismo, clasismo…).

                La clase trabajadora, hoy, no tiene nada que ver con el canónico cartel del tipo musculoso manejando un martillo, bañado en sudor. Pero todos los referentes culturales de nuestra sociedad interpelan a esa imagen como si siguiera estando viva, ya sea para idealizarla, criticarla, cancelarla o negar que nunca hubiera existido.

                La clase obrera, hoy, es plural, mestiza, diversa. Hay quien quiere convertir esa abigarrada multitud de variaciones sobre el tema de la precariedad y la explotación en fragmentación y conflicto, en una caótica guerra de razas, géneros, edades o estatus profesionales.

                La acción del sindicalismo combativo precisa de un discurso de la totalidad, dirigido a todas las variantes del trabajo. Un discurso que haga aliarse a las fuerzas dispersas de la mayoría social, más allá de sus diferencias, pero sin negar la legítima existencia de su pluralidad y la imperiosidad de sus necesidades asociadas. Pero esa totalidad es, ahora, de una multiplicidad anonadante.

                No debemos olvidar que en nuestra sociedad hay riqueza para todas las formas del trabajo. Producimos la abundancia y esa misma abundancia, regida por los criterios de la sostenibilidad ecológica y la justicia social, podría garantizar una vida digna para todas. Pero esa misma abundancia es producida por la abundancia vital, el excedente creativo, de una clase obrera proliferante, plural, diversa, múltiple.  

                El sueño humanista de Europa, el proyecto histórico de su clase obrera será diverso y saltará sobre las fronteras. O no será.

Este artículo se publicó en el Libre Pensamiento nº 115, otoño 2023